Muero un poco cada día,
si te veo triste,
si no remontas el vuelo,
si veo tus lágrimas,
si no contemplo tu alegre sonrisa.
Muero cuando te asaltan oscuros pensamientos,
cuando me miras
desde el fondo de tus sentimientos,
desde el interior de tu tormenta,
cuando se desata el fuego.
Muero en la tristeza de tus ojos,
en el despertar de tu dolor incierto,
en los recovecos de tu pena,
que se va por los rincones
de la calle de la tristeza.
Muero en el tren de tu melancolía,
en el valle de tu alegría dormida,
en el fondo de tu corazón dolorido
que late con cadencia abatida,
entre oscuras tendencias.
Muero, sí, me muero,
cuando escucho tu voz cansada,
cuando te veo apesadumbrada,
por esos sueños fallidos
que te dejaron frustrada.
Muero en cada mirada apagada,
en la ausencia de tu regocijo,
en tus ausentes atisbos,
en tus caricias veladas
que se pierden en el olvido.
Muero, me muero de forma insuficiente,
capto el maremoto de tus dudas,
dudas pasadas y presentes,
que no dejan vivir,
que no tienen fin.
Muero en cada lágrima,
en cada frustración,
en cada sonrisa malograda,
en la avenida del amor
de las farolas apagadas.
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