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Al otro lado

Al otro lado
"Al otro lado", de Paco Gómez Escribano. Editorial Ledoria. I.S.B.N.: 978-84-15352-66-2.
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Presentaciones:

Sábado, 27 de abril a las 12 h. en la Feria del libro de Granada, en el Centro de Exposiciones de CajaGRANADA Puerta Real. Me acompañará en la presentación el compañero de Granada Jesús Lens. Y a las 13 horas firma de ejemplares en la Caseta de Firmas.

Sábado, 20 de abril, de 11 a 13 h. y de 17 a 20 h. en la Feria del Libro de Fuente el saz de Jarama.

Sábado, 26 de enero a las 20 h. en el Museo Municipal de Alcázar de San Juan. Me acompañará en la presentación el compañero de Ciudad Real José Ramón Gómez Cabezas, autor de "Réquiem por la bailarina de una caja de música", de la Editorial Ledoria.

Martes, 23 de octubre a las 19.30 h. en la librería Estudio en Escarlata (Guzmán el Bueno 46, Madrid). Si no puedes acudir y queréis un ejemplar firmado, ponte en contacto con ellos y pídeselo (91 543 0534). Te lo enviarán por correo.

Miércoles, 24 de octubre a las 18 h. en Getafe Negro (Carpa de la Feria del Libro). A las 20 h. participaré en una mesa redonda con otros compañeros de la Editorial Ledoria titulada "En los arrabales de la Novela Negra.
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viernes, 11 de noviembre de 2011

Mi banco del parque (50)

La luz de la luna ha desaparecido del mapa estelar. Los animales hacen notar su huida por la ausencia de sus cantos. No hay sombras ni espectros. Hasta la soledad ha faltado hoy a su cita conmigo. Enciendo un cigarrillo en el más absoluto de los silencios envuelto en una negrura fatigosa. Reflexiono acerca del poderoso influjo de la luna en las criaturas de la noche y en cómo su falta hace que todo parezca muerto. Me entran unas ganas incontenibles de huir, de echar a correr desertando de mí mismo, pero no sé elegir un camino de evasión. Permanezco sentado, sintiendo un miedo aterrador. A mi lado se ha sentado alguien. No es la soledad. Es alguien que permanece embozado de la cabeza a los pies que no ha tenido la deferencia amable del saludo. La tristeza, la melancolía y los demás sentimientos yermos que normalmente me acompañan se han mudado momentáneamente a algún lugar distante. La presencia me desconcierta y empiezo a experimentar un terror creciente que se convierte en pánico. Permanezco quieto y no me atrevo ni a fumar. El cigarrillo se consume lentamente entre mis dedos. El extraño se desenmascara y me muestra sus ojos penetrantes. Es una mujer que sin embargo ostenta mi rostro, una versión femenina de mí mismo con los ojos inyectados en sangre. Con un movimiento brusco e inesperado me echa su capa por encima y yo me debato entre la vida y la muerte, pero me aferro a unas ganas de vivir incomprensibles. Cuando por fin logro desembarazarme de la capa, observo la luna llena. La soledad está a mi lado, inmutable. El parque parece un cementerio sin tumbas, pleno de la lunar luz radiante. Las sombras y los espectros danzan mezclados con la hojarasca. Los grillos y las lechuza lanzas sus cánticos nocturnos como si les fuera la vida en ello. Todo está como siempre. Enciendo un cigarrillo y fumo tranquilo. El pánico es sustituido por la presteza de volver a sentirme vivo en mi hogar, en este banco mágico del parque.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Mi banco del parque (49)

La angustia preside mi estado de ánimo esta noche. No hay un motivo aparente y conociéndome como me conozco no tiene por qué haberlo. Son muchos años metido en este cuerpo sin encontrar sentido a nada, aguantando mis rarezas. Me siento en mi banco del parque y enciendo un cigarrillo que con su brasa ilumina mi rostro cansado. El silencio es tal que al aspirar el humo escucho el chisporroteo que produce la combustión de las hebras del tabaco y el papel. La luna menguó tanto que parece no existir. La soledad, acomodada como cada noche a mi izquierda, me lanza señales imperceptibles. Pero esta noche no la entiendo, ni me entiendo a mí mismo, como cada noche. Busco el silencio y me encuentro con las reflexiones baldías de un tío triste hasta lo enfermizo. Ese soy yo, el que desnuda su alma cada noche en este banco para sentir el frío gélido nocturno en mi alma. El que despedaza sus sentimientos en el lugar más inhóspito que sin embargo es su hogar, si es que el hogar es donde uno se siente más a gusto. Me duele el alma, y para eso no hay remedio en las consultas de la Seguridad Social. La oscuridad es taladrada por la luz mortecina de las pocas farolas que no se han fundido. Mi cordura vierte unas gotas más de su sustancia sobre la madera reseca del banco. Me descalzo en un acto infructuoso porque sentir la tierra bajo mis pies agudiza un tanto mis sentidos. Pero no siento nada. Esta noche ni siquiera interpreto a la soledad, que me mira sorprendida. Quizá mi demencia haya avanzado un estadio y he dejado de ser un buen compañero para ella. En cualquier caso, nada puedo hacer. En cualquier caso mi existencia es terrible. El parque se me vuelve a antojar como un cementerio ausente de lápidas. Imagino una de mármol blanco, la mía, con un hermoso epitafio carente de palabras.

martes, 8 de noviembre de 2011

Mi banco del parque (48)

La luna llena continúa alzada en un cielo con pocas estrellas. Mi mente plomiza imagina que estoy en algún lugar lejano e inocuo. Pero mi cuerpo permanece aquí, en mi banco del parque, acompañado por la gratificante presencia de la soledad. Enciendo un cigarrillo y cuando levanto la cabeza para empezar a generar pensamientos inútiles ocurre algo insólito. Una mujer camina hacia mi banco a unos cien metros. Me digo que no puede ser, que un suceso tan inaudito no puede estar ocurriendo, hasta que ella está demasiado cerca como para que yo reaccione y se sienta ocupando el sitio que segundos antes ocupaba la soledad. No dice nada. Solo abre su bolso y extrae un cigarrillo que enciende con un mechero plateado. Creo que no es consciente de que acaba de profanar un santuario. O a lo mejor el que delira soy yo cuando pienso ya desde hace tiempo que este parque y este banco son míos y no un lugar público. La presencia de la mujer cambia todo el paisaje. De repente estoy en un parque que ya no parece un cementerio, sin sombras ni espectros. El gris ha desaparecido por completo y vislumbro los distintos colores del escenario. Apago mi cigarrillo, nervioso y desconcertado. La mujer me mira y exhala el humo del suyo en mi rostro. Su faz es perfecta, sobre todo cuando esgrime una sonrisa enigmática que me hace pensar que esa presencia no es humana. Cuando una frase empieza a rondar mi caduco cerebro sé certeramente ante quién me encuentro. Y no me sorprendo en absoluto del poder que muestra mi compañera habitual de banco. Asiento en silencio, me levanto tocando el ala de mi sombrero y tomo la vereda que lleva tanto a mi casa como a ninguna parte. La frase reverbera en mi cabeza como una letanía surgida de una tumba: “Te dije que hay entes capaces de tomar la apariencia humana, aunque no son personas”.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Mi banco del parque (47)

Al salir de mi casa me ha ocurrido algo insólito: se me había olvidado el camino del parque. El que ello ocurriera era harto improbable, ya que cada noche me dirijo a ese parque en una cita ineludible. Fui presa de un ataque de ansiedad cuya sensación desconocía. Volví una y otra vez al portal para volver a iniciar el camino, pero el resultado era el mismo en todas las ocasiones. Había perdido la memoria. Extraño este mundo y extraña mi percepción, ya que yo seguía siendo el mismo, recordaba todo excepto el camino hacia mi banco del parque. Finalmente, me vi vagando por las calles con un estado de nervios agudo. En cada banco buscaba a la soledad inútilmente. Incluso pregunté a varias personas que me tacharon de loco, por la forma de preguntar y también porque no sabía dar un nombre o una referencia. Acabé agotado y entré en un bar que estaba cerrando. Pedí una copa de whisky. Me caí de la silla al observar que quien me la sirvió tenía el rostro de la soledad con un matiz de desconcierto. Empecé a temblar descontroladamente. Poco a poco me fui calmando y al abrir los ojos y escuchar el ulular de la lechuza comprendí dónde me encontraba. Encendí un cigarrillo y la soledad me susurró al oído un lamento que me sonó a quejido. En mi mente se fueron formando las frases inconexas de lo que me quería decir. Me dijo que danzar con las sombras no me hacía bien. Y que tampoco me beneficiaba albergar tanta pena y tanta melancolía. Apagué el cigarrillo por la mitad y contemplé la luna llena. Me dieron ganas de aullar como una alimaña. En lugar de eso me levanté y empecé a caminar. Cuál no sería mi sorpresa después de media hora cuando caí en la cuenta de que había olvidado el camino hacia mi casa.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Mi banco del parque (46)

Esta noche me rodean los fantasmas de tiempos pasados. Los he invocado con mis pensamientos estériles y ahora que los tengo delante no sé que hacer excepto presentarles a las sombras y a los espectros. La soledad ha declinado mi invitación. No obstante fue ella quien me inculcó el no querer conocer a nadie más. Enciendo un cigarrillo mientras contemplo la espectral procesión de mis fantasmas en retirada. Son demasiado etéreos y vanidosos como para danzar con las sombras. Vuelve a haber luna llena y las criaturas de la noche están en su apogeo. Los grillos no paran de emitir su monótono sonido y las lechuzas ululan desde cada copa de árbol que ocupan. Contrariamente a mí, a la soledad no le gusta la luna llena. El parque está lleno de vida y ella prefiere la compañía de la muerte. Yo también, pero soy lo suficientemente contradictorio como para sentirme bien en diversas circunstancias, aunque lo de sentirse bien sea un eufemismo. Contemplo la luz blanca que se derrama como una cascada sobre el césped. Intento incorporarme pero no puedo. Esta noche me pesa la vida más que nunca. La melancolía lucha por salir a través de mi pecho pero el opaco barniz de condena que rodea mi espíritu se lo impide. Me siento mal sentado sin poder moverme. Apago el cigarrillo en mi pecho y la nostalgia se escapa como un torrente. Me siento liberado. Observo el rostro de circunstancias de la soledad a lo lejos. Vuelvo a bailar con las sombras su danza macabra de cementerio.

viernes, 14 de octubre de 2011

Mi banco del parque (45)

Me he pasado la vida luchando, dedicando demasiado esfuerzo a vivir para los rendimientos que he conseguido. Por eso estoy cansado y vengo cada noche a mi banco del parque en donde nadie excepto yo mismo me recrimina nada. He encontrado a la mejor compañera, la soledad, que me mira con ojos expectantes mientras enciendo un cigarrillo. No tengo nada que contarle y ella lo asume. Mis miserias resbalan por mi piel mientras contemplo la luna en cuarto creciente y el viento acaricia mi rostro pálido. La hojarasca inicia su dinámica bailarina, la lechuza ulula, los grillos desplegan su monótono canto y las sombras y los espectros pueblan este parque desierto: todo está en su sitio menos el interior del alma errante en la que me he convertido. Converso conmigo mismo en un sinsentido de ideas que danzan alborotadas en mi cabeza. El día que llegue al silencio interior dejaré de venir a este banco. Puedo tardar toda una vida de avatares incontrolables. Puedo transformarme en un espectro antes de que llegue el silencio. Quizá un día, será otro tipo el que se siente en este banco y yo seré una sombra. Quizá las sombras y los espectros han sido predecesores míos que un día estuvieron aquí, sentados en este banco del parque, y que se cansaron de ser seres humanos. La soledad me susurra al oído una letanía que se traduce a palabras en mi mente. Me dice que no piense en cosas inútiles. Pero yo no sé hacer otra cosa.

jueves, 13 de octubre de 2011

Mi banco del parque (44)

La cordura es una cualidad humana inagotable. Así debe ser porque cuando creo perderla por completo siempre queda una mínima reserva que te hace caminar por la vida, aunque sea por su lado salvaje. Es esa pequeña cuota de sensatez que te hace dirimir lo que está bien y lo que está mal independientemente de si es o no correcto. No sé si es sensato venir cada noche a este banco del parque para compartir tiempo y espacio con un ente que dice llamarse soledad mientras veo danzar sombras y espectros. Seguramente rebasé una línea hace tiempo, un punto de no retorno que me hace venir aquí y desnudar mi alma. Enciendo un cigarrillo después de tocarme el ala de mi sombrero para saludar a mi dama. Ella hace el mohín que indica que se alegra de verme, incluso me reprocha que hoy he venido más tarde. Sus palabras suenan rebotando en las paredes de mi espíritu atormentado y maltrecho. Suena una música lejana de cuando todavía era un hombre; una música que solo yo escucho en los momentos menos indicados. Una lágrima resbala por mi mejilla y caería al suelo si no hubiese quedado atrapada en mi barba de tres días. Mis reflexiones son inservibles en esta noche sin luna y sin viento. El parque vuelve a parecerme un cementerio sin tumbas que huele a muerto. Me quito la ropa y la arrojo contra las sombras. Huyen despavoridas como si fueran un enjambre de abejas enloquecidas, pero vuelven y me rodean. Me recriminan mi actitud. Me invitan a bailar con ellas su danza macabra sin sentido. Pero esta noche no estoy para bailes. Esta noche llena de silencio mis entrañas. Apago el cigarrillo y me tumbo sobre la tierra. Este cementerio ya tiene su tumba y su muerto.

lunes, 10 de octubre de 2011

Mi banco del parque (43)

La soledad está sentada en mi banco del parque. La observo desde lejos, escondido tras el tronco de un pino. Su incertidumbre crece a medida que pasa el tiempo y no aparezco. Enciendo un cigarrillo y reflexiono unos instantes sobre el apego. Estoy apegado a ese banco y la soledad está apegada a mí. Puede que yo también acabe apegado a ella aunque de momento no lo estoy, ¿o sí? La luna señala un camino de plata hacia ninguna parte y la brisa acaricia con dulzura la tierra que alberga la danza de las hojas del otoño. Apago el cigarrillo y me dirijo hasta el banco. La soledad ni me mira y vuelve la cabeza con gesto altivo. Empiezo a conocerla y veo que es muy posesiva; eso no es bueno, pero cada uno es como es y obedece a su naturaleza. Mi naturaleza es caótica y mi alma está atormentada por vicisitudes vitales que ya no recuerdo. Mi memoria es frágil y yo escondo mi sensibilidad bajo una fachada de ladrillos que se desmorona cada noche, que me permite ver sombras y espectros que me saludan como a un amigo. Tomo la mano de la soledad y le digo que ya está bien, que no es para tanto. En el fondo es un encanto porque me ha sonreído y está bailando para mí. Nunca lo había hecho. Su danza me hipnotiza.

sábado, 8 de octubre de 2011

Mi banco del parque (42)

Las vaguedades surgidas del no silencio de mi cerebro forman un amasijo de ideas que como una marquesina de pensamientos me guarecen al socaire del viento. Mis pasos son tan mudos que mi cuerpo parece pender de un dogal invisible. Me acomodo en mi banco del parque y enciendo un cigarrillo para escuchar cariacontecido y perplejo el donoso ulular de la lechuza y el recurrente canto de los grillos. Esta noche es cálida en contraste con mi gélido interior. La soledad acaba de acomodarse a mi izquierda muda e inexpresiva junto a mi falaz mansedumbre. Intento apartar mis ideas con violencia cual miriñaque de locomotora enloquecida. No logro alcanzar el silencio por más que me lo propongo y me empecino. Los pensamientos son trocables por cualquier falacia ridícula, pero inamovibles. Esta noche no hay luna ni estrellas en cuya luz bañar este rostro cansado. Exhalo hacia el vacío el humo de mi última calada para sufrir en silencio el plomizo estado de ánimo que me atenaza. La soledad se marcha. Ha intuido que esta noche estaré poco aquí y se me ha adelantado. Me levanto y me pierdo en este cementerio sin tumbas. Ya no diviso mi banco. No veo el horizonte. Solo atisbo la nada más absoluta y demoledora.

jueves, 6 de octubre de 2011

Mi banco del parque (41)

La noche se me presenta vestida con una túnica de tafetán negro moteada de estrellas. La lluvia se ha llevado la polución y los malos pensamientos. De ahí que la luna proyecte sobre mi banco del parque una luz clara que hace que la soledad esté embelesada con la cúpula celeste. Enciendo mi cigarrillo y me dedico a contemplar el claro que se abre ante mis ojos. Mis reflexiones siguen siendo pesadas, inútiles y correosas. Con mis ojos puestos en el astro nocturno lanzo una deprecación dirigida a un ente imaginario. No obtengo respuesta; tampoco lo esperaba. Empaco mis sentimientos en un baúl ficticio y echo la llave de un candado piadoso. Mis pensamientos son una escisión de un espíritu que poco a poco se disocia. No soy un buen interlocutor de nada y mi actitud resultaría vergonzosa para mi prosapia en cualquier caso, pero no me importa en absoluto porque aquí finaliza un linaje. La soledad me susurra algo ininteligible y aun así su rostro me dice más que las palabras que tengo que escuchar durante el día. Me interno en la noche de su mano y cuanto más nos alejamos del banco más frágiles nos sentimos. Regresamos a punto de desintegrarnos en la nada y al sentarnos nos miramos como lo hacen los desconocidos. Y sin embargo las sombras nos recuerdan nuestro vínculo mientras las hojas se mueven despacio, como levitando, llevando cada una a su grupa las reflexiones que se me han escapado durante este tiempo de meditación atormentada.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Mi banco del parque (40)

Tomo descalzo el camino del parque, más embarrado que nunca, y me percibo a mí mismo como un proyecto acéfalo de ser humano. El suelo está demasiado resbaladizo y el ambiente me evoca un verso bucólico de muerte lenta. Me acomodo en mi banco, deposito los zapatos en la madera húmeda y enciendo un cigarrillo. La soledad aparece como siempre de la nada y procura que no esté solo de manera contradictoria. Tras la tempestad viene la calma y, si bien huele a tierra mojada, el ambiente es bochornoso. Me siento un letrado coadyuvante de la nada. Un notario de una realidad carente de significados. Desdeño pensamientos y reflexiones inútiles que quieren desenmascarar mi personalidad marchita. No pueden emponzoñar lo que ya no puede ser mancillado de ninguna manera. Exudo un sudor ferrugíneo que me envenena la piel y el alma y que se convierte en una suerte de gutapercha correosa y yerma. Soy un menesteroso que cultivo la misantropía en un cementerio de pensamientos malditos. Soy un ser pernicioso para mí mismo y para cuantos me han rodeado en vida. Lo contrario de recio, sin embargo, frágil hasta lo enfermizo. La sensibilidad se me escapa por las puntas de los dedos y nunca regresa. Apago mi cigarrillo y camino unos metros. Las sombras me rodean y me invitan a su baile nocturno. Declino la invitación y vuelvo a sentarme en el banco, junto a la soledad. Por una vez, ella me sonríe y mantiene ese rictus en su rostro durante unos instantes.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Mi banco del parque (39)

Me siento como el albayalde de las paletas de un pintor, plomizo y pálido. Mis sentidos permanecen aletargados en una noche ventosa y desapacible. Me acomodo en mi banco del parque y enciendo un cigarrillo. El viento ruge y la soledad, que se acaba de acomodar a mi izquierda, calla. El sonido de un trueno lejano me hace sentir demasiado pequeño y enclenque, exiguo en las ganas de ejercer una voluntad que me abandona por momentos. El viento lacera mi espíritu filtrándose por los recovecos de mi alma. Mi corazón se me antoja macerado por la rutina vital y mis arterias gimen obturadas de tristeza. Las sombras se ven como filos ranurados en su baile anárquico. Mis pensamientos mendigan un escenario con un público fantasma, aunque a veces pienso que constituyen un sofisma de envergadura. Percibo que el día me vilipendia impunemente y que la noche me recoge en su regazo gélido. La tormenta se instala una vez más sobre mi cabeza. Los rayos, los truenos y el chisporroteo de las gotas de agua crean un contexto espectral. La soledad me observa como si fuera un fantasma venido del más allá. Puede que lo sea y que no me haya dado cuenta. Hundo los pies en el barro y empiezo a percibir la noche en todo su esplendor. Hoy no me apetece danzar con las sombras por mucho que lo estén pidiendo. Miro a la luna y emito un grito que hasta me ha hecho estremecer a mí mismo. La lluvia ha cesado incomprensiblemente. Cierro los ojos y vuelvo a escuchar mi grito. Pero esta vez sale de lo más hondo de mí, inaudible, pero intenso. El cigarrillo se apagó con la lluvia. Yo me apagué con la vida.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Mi banco del parque (38)

La noche se me ha echado encima de repente, aviesamente. Lo siniestro del día que he llevado no me ha dejado ver la transición del sol a la luna. Me aproximo a mi banco del parque después de haber visto en el espejo mi rostro cárdeno. La soledad no está, lo que no impide que me quite el zapato y me agarre al calcañar de mi pie derecho, que me ha tenido todo el día cojeando. Me alivio con un pequeño masaje mientras escucho el viento desecativo que hace imposible cualquier atisbo de humedad en el ambiente. Me ahoga y no obstante enciendo un cigarrillo justo cuando la soledad se acomoda a mi izquierda y me hace una carantoña coqueta. Le guiño un ojo mientras me retrepo en el respaldo e intento zafarme de esta ansiedad que me asfixia como un parásito entozoario. Inútil empresa la de vaciar la gaveta de mi alma, silente, albergada de un fluido misantrópico que me corroe como un cáncer. Las hojas revolotean ejecutando una danza macabra que se torna recurrente. Apago mi cigarrillo con lágrimas en los ojos. Las sombras y los espectros se retiran en señal de respeto. Estoy de duelo sin que exista un motivo real para ello. A veces este parque se me antoja un cementerio sin tumbas visibles. Quizá fuera un camposanto hace siglos. Y sin embargo, a pesar de las lágrimas, me siento también en él... Me siento vivo ante la muerte, muerto ante la vida, un cadáver viviente que desnuda su alma en este banco en compañía de la soledad, que asiente a mis pensamientos. Ella me comprende. Yo no.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Mi banco del parque (37)

Esta noche siento la coerción de la espesura de la noche. Ignoro lo que espera de mí cuando ni yo mismo espero las migajas de mi voluntad, por mucho que se conglutinen las circunstancias nocturnas. Enciendo un cigarrillo en mi banco del parque, bajo la luz inexistente de la farola fundida, y desaderezo mis pensamientos de lastre superfluo. Noto como mi espíritu se encuentra entrapajado en un lienzo silente y emponzoñado, exudando tristeza y sin ganas de dar una vuelta más en la invisible rueca de las esperanzas yermas. Me siento como un espectro que no hace sino tremolar sentimientos cada noche. Cae la fina lluvia sobre la impermeable presencia de la soledad, acomodada a mi izquierda. Impermeables a mí son sus pensamientos, cosa que agradezco; bastante tengo con lo mío. No hay luna y no alcanzo a ver ni una estrella. Tampoco han venido las criaturas de la noche. Brillan por su ausencia los cantos de los animales nocturnos. Hundo mis pies desnudos en el barro. Siempre que lo hago se agudizan mis sentidos. Pero no hay nada por lo que sentir. No hay nada por lo que luchar. No hay nada por lo que vivir, excepto este banco y este parque, que más parece un estado mental que un escenario vital. Apago mi cigarrillo y, totalmente empapado, toco el ala de mi sombrero. La soledad entiende que quiero marcharme, pero no hay ningún sitio adonde ir. Soy como un vagón de tren que avanza por una vía solitaria con parada en ninguna parte. Finalmente me despojo de la ropa y me tumbo de espaldas en el suelo. Siento la tierra fría. Siento mi gélido interior. La soledad me arropa con un manto de melancolía.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Mi banco del parque (36)

Esta noche estoy llorando como cuando era un niño. Ignoro el motivo real. Solo sé que la tristeza ha entrado en mí dándome un empellón insoportable. La noche lo es con una cadencia errátil que me desconcierta. Y los ruidos de la noche emplean un tono declamatorio injustificado que me sume en un estado nervioso desconocido. Enciendo un cigarrillo y la llama de la cerilla me ofrece un paisaje fantasmagórico avivado por el humo de la primera calada. Mi rostro tiene un color parecido al añil, como teñido de glasto. Lo sé porque me he mirado al espejo antes de salir. No me preocupa que el rostro de la soledad tenga el mismo color. A veces creo que ella y yo somos uno. Mi ropa es una librea hecha jirones, como mi alma. El parque está desierto, ni siquiera las criaturas de la noche han venido a ejecutar su danza sin sentido. No hay luna. No hay estrellas. No hay sentimientos, ni pensamientos oscuros. No hay nada. Ya no lloro y olvido por completo el episodio de la tristeza. Apago el cigarrillo y mi espíritu se enajena de manera histriónica. No me comprendo. Cuando más me siento vivo es cuando estoy muerto en este parque cementerio. La soledad me mira sin dar importancia a mi estado de ánimo y eso me reconforta un tanto. Me alejo unos metros descalzo y desnudo mi alma en la noche. En el banco queda la soledad junto a mis zapatos. Intenta seguirme, pero le hago un gesto con la mano. Se detiene. Desaparece. Me muero.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Mi banco del parque (35)

A veces creo que nada ni nadie podrá ensalmar mi espíritu, hostigado por pensamientos propios y, en ocasiones, también foráneos, de los que no acabo de determinar su origen. En ocasiones, percibo que la soledad se apiada de mí e intenta lisonjearme con palabras mudas llenas de buenas intenciones, pero todo es inútil. Mi alma se encuentra varada en un promontorio de basura abstracto, incapaz de remontar el vuelo hacia horizontes más claros. Sentado en mi banco del parque, con la soledad por única compañía, enciendo un cigarrillo para exhalar el humo hacia el ambiente fresco y plomizo. Mientras mi cuerpo se aferra a este banco, mi espíritu queda lejos, vagando por un valle de sombras en el que predominan el color y el olor a azufre, y también la ausencia de luz. Mis pensamientos caen al subsuelo doblegados por el naufragio de mi propia subsistencia. Estoy dolido conmigo mismo, aunque hace tiempo que olvidé los motivos. No intento recuperar experiencias que alguna vez me parecieron enriquecedoras y que hoy no son nada más que un espejismo que flota en el aire a lo lejos. Solo espero que llegue la noche para camuflarme entre las sombras y no ser visto. Beber del elixir de la inexistencia de remordimientos para poblar definitivamente el valle de las sombras. La soledad me mira con expresión grave y me dice en un susurro que así estamos bien. Pero yo no acabo de creerlo.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Mi banco del parque (34)

A veces creo que soy invisible. Que si un ejercito de humanidad desfilara ante este banco del parque ninguno de sus componentes repararía en mí. Esta circunstancia, lejos de mellar mi estado de ánimo, me reconforta. No quiero conocer a nadie, a nadie más. La gente siempre acaba decepcionándome así como yo decepciono a los demás. Por eso creo que la soledad, sentada a mi izquierda desde hace unos momentos, me ha elegido para ser su compañero. Ella y yo no podemos decepcionarnos porque nada nos exigimos salvo la mutua compañía que compartimos cada noche en este banco. Enciendo un cigarrillo debajo de la farola fundida, y que siga así. Las sombras y los espectros están tan acostumbradas a nuestra presencia que ya ni siquiera nos acosan ni nos saludan. No hay luna. No hay estrellas. Solo un silencio atronador que junto a las demás circunstancias produce una sinergia que engulle mis reflexiones yermas, mis baldíos pensamientos. Siento escalofríos que solamente puedo paliar ignorando mis estúpidas deliberaciones. Mi interior es un campo de batalla en el que combaten dos facciones compuestas por soldados muertos. Apago mi cigarrillo en la tierra húmeda y suspiro mirando un punto indefinido a lo lejos. Caigo en un estado hipnótico que me lleva hacia algo parecido al mutismo. La soledad me susurra un verso al oído, un verso maldito y triste que concuerda exactamente con mi estado de ánimo. Me giro hasta contemplar su rostro. Es como si me hubiese mirado al espejo.

martes, 20 de septiembre de 2011

Mi banco del parque (33)

El misterio de la noche se me antoja insondable. Como insondable es el secreto que se aloja en mi interior. Durante el día me dedico a no existir para acabar viniendo a este banco del parque en el que en teoría me siento y observo. Y en parte así es, pero los que me conocéis sabéis que en realidad vengo aquí para sentirme vivo. Vengo porque tengo una cita con una dama muy especial. Hoy ella ya estaba sentada cuando yo he llegado y me he encendido mi cigarrillo. La noche es especialmente silenciosa. Ha llovido durante todo el día, barriendo la polución de un plumazo, lo que propicia que se vean unas cuantas estrellas escoltando a la luna, que está en cuarto menguante. Este extraño silencio me desconcierta, me duele. No escucho el canto de los animales ni la danza de las criaturas de la noche. A lo lejos veo transitar a un hombre con gabardina y sombrero calado. La distancia es grande como para que repare en mí. No obstante se lleva la mano al sombreo y se toca el ala a modo de saludo. Siento un escalofrío y me entran ganas de seguirle pero la soledad me toma el brazo. En un susurro me dice que es una trampa, que el que nos ha saludado no es una persona. La creo. Nunca hay nadie en el parque salvo los habituales. La soledad me explica que hay criaturas que se muestran como personas, pero que en realidad no lo son. Le agradezco el detalle mostrándole lo que pretende ser una media sonrisa y apago el cigarrillo. Me descalzo y hundo los pies en el barro. Solo entonces escucho el canto de los grillos y el ulular de la lechuza. El silencio se rompe y mis pensamientos empiezan a fluir a velocidad vertiginosa. Unos pensamientos tan inútiles como la inexistencia de cordura. Las sombras, que antaño me acechaban, inician su danza macabra. Huele a tierra mojada, a cementerio encantado, a poemas muertos. Me observo a mí mismo sentado en el banco junto a la soledad. Mi perspectiva es ahora la del tipo del sombrero.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Mi banco del parque (32)

Me comporto tal y como lo haría un actor interpretando una comedia de Wilder. Paso mi día mezclando e intercambiando sensaciones y sentimientos. Nadie nota la inabarcable negrura que puebla el interior de mis entrañas. No lo notan porque no les dejo que lo hagan. Y cada noche vuelvo a mi verdadero hogar, a este banco del parque donde, a pesar de lo que pueda parecer, me siento más vivo que cualquiera. Sí, vivo en un ambiente sepulcral de muertos. Enciendo un cigarrillo para notar que la soledad se acomoda a mi izquierda con una media sonrisa. La miro de soslayo durante breves segundos para, acto seguido, hundirme, resbalar más bien, por el respaldo de mi banco. Vuelve a haber tormenta, aunque en esta ocasión los relámpagos y los truenos se perciben lejanos. Hace un aire espantoso que me trae el aroma a tierra mojada, levantando el polvo y la hojarasca. Las sombras y los espectros han formado una fila, una especie de comité de bienvenida. La formación permanece quieta unos instantes y después se desvanece de manera anárquica en estallido mudo. Es como si una cuadrilla de luciérnagas chisporroteara dando bandazos sin rumbo, a la manera que lo harían unas bolas de billar sobre el tapete, pero a velocidad vertiginosa. La tormenta se acerca y mis sentimientos atraviesan mi piel para caer al suelo lentamente. Me despojo de ideas absurdas e inútiles y me invade una sensación de tristeza imponderable, de melancolía descafeinada con sabor a amargura. Caen las primeras gotas que en unos minutos se convierten en bolas de granizo que me golpean con violencia. Me siento muy vivo. Me siento tan vivo que tomo la mano de la soledad, ahora ruborizada como una adolescente. Ambos nos dejamos martillear por las esferas de hielo y experimentamos un frenesí gélido, como de otro mundo. Las sombras y los espectros nos miran impertérritos.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Mi banco del parque (31)

En el día de hoy, diversas circunstancias que no vienen al caso han soliviantado mi agotado espíritu que de por sí intenta sobrevivir maltrecho y herido. De manera insólita, la soledad ya ocupaba su sitio en mi banco del parque cuando he llegado, señal de que hoy me siento más solo que nunca, y ya es difícil. Me acomodo a su lado, le hago un gesto imperceptible a modo de saludo que ella interpreta de la forma adecuada y enciendo un cigarrillo antes de dedicarme a observar la noche. Suspiro como si el hecho de hacerlo me salvara de descender por un gran abismo que conduce a la nada más absoluta, y quizá sea cierto. El humo cálido del cigarrillo en mi pecho me devuelve a la zozobra de sentirme vivo y ello me reconforta, pues sentir, aunque sea desde la atalaya de la tristeza, me mantiene atado a este cuerpo que ha vivido mejores días. Me agarro a mi baño de luna, frío, que me aporta el punto gélido que necesito en estos momentos. Vomito versos malditos en mi cabeza para intentar parar el vertiginoso flujo de pensamientos infructuosos que torturan mi mente. Son versos que debería plasmar en un papel para dejar constancia de mi precaria demencia, por muchos episodios de cordura que, como adusta patología, combate con la sinrazón más absoluta. La soledad imprime a su semblante un ligero gesto de preocupación; la veo ligeramente turbada. En el fondo, teme que definitivamente tome la senda de la locura más absoluta. Aunque yo sé que eso no sucederá. Sé demasiado bien que la demencia y la cordura han elegido este cuerpo mío cansado ya de tantas vicisitudes como cuadrilátero para sus disputas. Un combate que ninguna de las dos ganará, que acabará en tablas. Una pelea tan eterna como la existencia de mi yo devaluado. Apago mi cigarrillo. Se apaga la luz de la luna y fenecen mis esperanzas vanas de que algún día la luz del sol ilumine mis días.