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Al otro lado

Al otro lado
"Al otro lado", de Paco Gómez Escribano. Editorial Ledoria. I.S.B.N.: 978-84-15352-66-2.
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Presentaciones:

Sábado, 27 de abril a las 12 h. en la Feria del libro de Granada, en el Centro de Exposiciones de CajaGRANADA Puerta Real. Me acompañará en la presentación el compañero de Granada Jesús Lens. Y a las 13 horas firma de ejemplares en la Caseta de Firmas.

Sábado, 20 de abril, de 11 a 13 h. y de 17 a 20 h. en la Feria del Libro de Fuente el saz de Jarama.

Sábado, 26 de enero a las 20 h. en el Museo Municipal de Alcázar de San Juan. Me acompañará en la presentación el compañero de Ciudad Real José Ramón Gómez Cabezas, autor de "Réquiem por la bailarina de una caja de música", de la Editorial Ledoria.

Martes, 23 de octubre a las 19.30 h. en la librería Estudio en Escarlata (Guzmán el Bueno 46, Madrid). Si no puedes acudir y queréis un ejemplar firmado, ponte en contacto con ellos y pídeselo (91 543 0534). Te lo enviarán por correo.

Miércoles, 24 de octubre a las 18 h. en Getafe Negro (Carpa de la Feria del Libro). A las 20 h. participaré en una mesa redonda con otros compañeros de la Editorial Ledoria titulada "En los arrabales de la Novela Negra.

viernes, 30 de marzo de 2007

Relato: Reo o guardián

Se encontraba solo en aquella habitación angosta que olía a moho, a tabaco y a humedad. Nunca debió acudir a esa cita pero el transcurrir de los acontecimientos no puede adivinarse a priori. Ahora deseaba más que nadie que pasaran las horas que, sin embargo, parecían haberse atascado en el reloj.

Cuando ya casi había perdido la noción del tiempo, tras la puerta, apareció un hombre con el sol a su espalda. Su figura negra se silueteaba bajo el umbral del portalón podrido. Con su mano puesta por encima de los ojos ejerciendo de visera, comprobó que el que se dirigía hacia él era de mediana estatura.

Y de pronto, su perspectiva cambió. Ahora se vio avanzando hacia el pobre diablo que estaba atado como una alimaña a la argolla de la pared. Se protegía los ojos de la luz y apestaba como consecuencia de haberse hecho sus necesidades encima.

Cuando despertó, analizó el sueño, comparó las dos perspectivas. Supo de manera irracional que era mejor ser reo que guardián. No supo explicarse a sí mismo el por qué.

domingo, 25 de marzo de 2007

Relato: La necrológica

Pasaba despacio las páginas, rozándolas apenas con las yemas de los dedos, sin tocar más que el borde en cada hoja. Fue entonces cuando la vio, no le habían engañado. ¿Cómo era posible? ¿Qué mala pasada le estaba jugando el destino? Pero si no hacía ni una hora que había tomado un bocadillo y una cerveza, incluso había fumado un cigarrillo.

Se acercó a la bibliotecaria, que después de dirigirle una mirada gris, hizo la fotocopia con desgana. Al entregársela, le pidió diez céntimos de euro con la palma de la mano extendida sin mirarle siquiera. Boris pagó, dobló cuidadosamente el papel y lo introdujo en su cartera.

La bibliotecaria miró por encima de sus lentes cómo el desconocido cerraba tras de sí la puerta de la biblioteca.

-Qué tipo tan raro –pensó en voz alta-. ¿Para qué habrá fotocopiado una necrológica de hace cincuenta años?

sábado, 3 de marzo de 2007

Relato: Vacaciones mentales

Desde luego hay que ver el buen gusto de estos ingleses para decorar los pubs. Bueno, más bien habría que decir “británicos” porque lo cierto es que yo me encontraba en Escocia. De vez en cuando yo hacía “mis vacaciones mentales”. Esto consiste en que en vez de hojear un catálogo de una agencia de viajes, uno coge un mapa y, quizá influido por un libro o por una película elige un lugar para hacer una parada en la rutina diaria. No se organiza nada, ni hoteles ni comidas ni excursiones. Sencillamente se elige el sitio y, como en este caso, se compra un billete de avión para Edimburgo. En condiciones normales se hace una visita por la ciudad pero en “mis vacaciones mentales”, a pesar de que nunca había estado allí, me monté en el primer taxi que atisbé y le pedí que me llevara a Rosslyn, un poblacho que se encuentra a unos cinco kilómetros al sur de la capital escocesa. Era el sitio elegido, era el punto en el mapa que me llamó la atención y era uno de los enclaves protagonistas del último libro que me había leído. Pagué al rollizo y pelirrojo taxista y me quedé pensativo en la única calle merecedora de tal calificativo. Llovía a cántaros y mis pasos se encaminaron hacia una tienda de comestibles situada en mitad de la calle. La señora que estaba detrás del mostrador y que me miraba como si se le hubiera aparecido un espectro rondaba la cincuentena. No me preguntó qué quería ni nada por el estilo sino que me miró con unos ojos que expresaban su pensamiento de que yo no encajaba allí, mucho menos a esas horas de la tarde (eran las ocho y media) y con esas trazas de no ser escocés, ni siquiera británico. No sé si adivinó que era español por el acento pero el caso es que bastante escandalizada me indicó que la señora McDowell de vez en cuando alquilaba una habitación a extravagantes extranjeros, generalmente americanos, que se atrevían a viajar hasta allí. Así que sin dar más importancia al asunto me dirigí a la casa McDowell y en un abrir y cerrar de ojos me encontré instalado en mi habitación, por cierto, modesta. Una cama, una mesilla, un lavabo con espejo y moho resbalando por las paredes. Justo lo que necesitaba.
Entré en el único pub del pueblo. Pedí una cerveza al camarero, gordo, alto y de unos setenta años por lo menos, y me dediqué a observar el panorama, aunque más bien, era yo el centro de todas las miradas. Menos mal que los seres humanos se acostumbran a todo y al cabo de los diez minutos, con otra cerveza esperándome en la barra, estaba totalmente integrado en el paisaje del bar. Ese mimetismo permitía que me encontrara a gusto y observar sin ser observado. Los tipos charlaban animadamente y la televisión ofrecía un Liverpool-Chelsea. No paraban de beber cerveza en un formato que se me antojó exagerado, pero qué carajo, estábamos en el Reino Unido en donde la ingestión del dorado líquido es una religión. Al parecer todos simpatizaban con el equipo de la ciudad que antaño vio nacer a los Beatles y al enterarse de mi nacionalidad, que concordaba con la del entrenador que les había hecho ganar su última copa de Europa, no dejaron que pagara nada. De repente me encontré sentado en una mesa conversando y abrazado por aquellos bebedores de cerveza. El dueño del establecimiento cerró la puerta por dentro aunque hizo varios intentos al meter la llave en la cerradura. El Liverpool ganó por tres a uno y todos brindábamos salpicando cerveza por nuestros cuerpos. De pronto escuché un ruido seco y al instante un sonido de carcajadas escocesas, porque no se reían igual que en España. El tabernero yacía en el suelo con los ojos cerrados y con dos hilillos espumosos que le caían por ambas comisuras de los labios. Lejos de recogerle, los parroquianos se lanzaron como lobos a la barra del bar y un vejete encorvado se dedicó a llenar las jarras vacías de cerveza. Estaba yo pensando en el surrealismo de la situación, cuando un aborigen de largas cabelleras blancas me dijo “anda Binaitis, toma otra cerveza”. La tomé, por no hacer el feo, y brindé con un tío que me sacaba dos cabezas. Cuando al parecer se cansaron de celebraciones, el del pelo blanco sugirió que debíamos llevar al tabernero a su casa. Le cogimos en volandas y le trasladamos doscientos metros más abajo de la calle. Le dejamos en su dormitorio y el vejete que nos había servido antes se había preocupado de escrutar el frigorífico y nos ofrecía nuevas provisiones de “Guinness”. Juntos cantamos canciones que yo no entendía y poco a poco los cánticos se fueron tornando en ronquidos desagradables, momento que yo aproveché para escabullirme y dirigirme a la casa McDowell al refugio de mi habitación.
A la mañana siguiente me desperté con un dolor de cabeza de los que hacen época. Menos mal que con la edad, uno no sale de casa sin llevar todo tipo de pastillas. Me tomé dos aspirinas y al rato, mientras contemplaba por la ventana las verdes colinas escocesas, me rehice. Tomé a duras penas los huevos fritos con panceta, patatas fritas, pan con mantequilla, queso y pastel de manzana que la señora McDowell me había preparado y salí de la casa.
Salí del pueblo en dirección al North Esk, lugar misterioso y con fama de estar habitado por fantasmas. El camino del valle se encuentra regado de numerosas construcciones en ruinas con una verdadera madriguera de túneles de los que se dice que el famoso Bruce, en uno de sus escarceos militares, encontró refugio. Esculpida en una roca cubierta de musgo una cabeza de origen pagano observa al caminante. Pronto divisé en el borde de la garganta un edificio que se alza espectral y majestuoso. Parecía un trozo de catedral gótica extirpado y situado allí, en aquellas tierras indómitas. La capilla de Rosslyn, de hecho, es una construcción inconclusa por falta de fondos y que estaba destinada a formar parte de una obra mucho más grande, una enorme colegiata que nunca llegó a construirse. El interior de la capilla es una alucinante locura en piedra, una explosión de imágenes talladas y configuraciones geométricas superpuestas una encima de otra. Fascinado por lo que estaba viendo casi ni me di cuenta de que alguien me saludaba.
-Hola joven -me dijo, a pesar de que yo ya no cumplía los cuarenta, en un inglés que apenas entendí. El tipo era bajito, delgado, con los ojos hundidos y pelirrojo. Llevaba un gorro picudo y por debajo del mismo le asomaban unos rizos que le tapaban las orejas. Tenía una curiosa barba que también acababa en pico, creando un efecto visual curioso. Su semblante parecía un rombo en cuyo centro se dibujaba su cara, cuyo rasgo más llamativo era una colorada y redonda nariz. No hubiera sabido decir si tenía cincuenta o setenta años.
-Buenos días padre -se me ocurrió contestarle al ver que llevaba negro hábito hasta los pies.
-Ah, no, se equivoca joven. No soy canónigo, me dedico a la construcción pero no importa- respondió. Inmediatamente pensé que sería un pobre desgraciado que no andaba muy bien de la azotea, aunque cambié de idea cuando empezó a explicarme con detalle aspectos referentes a la capilla. -Este lugar es un foco de misterios y leyendas, la más famosa de ellas, un pilar situado al este llamado “el Pilar del Aprendiz” , venga conmigo sea tan amable -continuó diciendo y sin saber muy bien qué hacer le seguí-. Esta capilla se construyó por orden de la familia Saint-Clair, grandes protectores de la construcción. Cada generación está obligada a recibir la palabra del Albañil, una señal secreta que tienen los albañiles en todo el mundo para reconocerse entre ellos. Una gente muy culta, créame, y muy ricos, relacionados desde siempre con el poder.
Avanzamos contemplando todo tipo de inscripciones en la piedra, difícilmente inteligibles a ojos profanos y llegamos a “el Pilar del Aprendiz”. Me quedé anonadado por su belleza. Una especie de guirnaldas pétreas serpentean por el fuste de la columna, desde la basa hasta el capitel, formando un lujoso sostén para el artesonado superior.
-Cuenta la leyenda joven, que un modelo de este pilar llegó a Rosslyn desde Roma o algún otro territorio extranjero. Al verlo, el maestro albañil no consintió en trabajarlo hasta no viajar al lugar de procedencia para ver el pilar original. En su ausencia el aprendiz trabajó la columna hasta dejarla como puede usted contemplar hoy. Al regresar el maestro y ver el pilar tan exquisitamente acabado, presa de la envidia mató al aprendiz.
De hecho, me llevó hasta la puerta occidental de la capilla. Encima de la misma se halla la cabeza tallada en piedra de un joven con un corte en la frente. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando me enseñó la talla de la parte opuesta, la del maestro. A pesar de los siglos transcurridos lo vi perfectamente. La talla en piedra era una copia fiel del rostro de mi interlocutor. Me quedé de piedra, nunca mejor dicho. Cuando giré la cabeza para mirar a mi acompañante y pedirle una explicación éste había desaparecido, se había evaporado. Era imposible que hubiera caminado hacia algún lugar, no hacía ni cinco segundos que estaba hablando conmigo. Cuando logré recuperarme de la impresión, me acerqué a un hombre que estaba sentado en un saliente observándome. Le pregunté que si había visto a la persona que iba conmigo. Me miró como si me faltara un tornillo y me dijo que yo había caminado solo todo el rato. En fin, recuperé la compostura y me marché de allí como alma que lleva el diablo.
Llegué a la casa McDowell, comí y me acosté. No dejé de soñar ni un momento con el viejo, con la capilla y con demonios que querían llevarme a los abismos. Así que me levanté sudoroso y bastante agotado. Tomé una ducha y me dirigí al pub a tomar una cerveza con “mis amigos”. Al entrar todos me saludaron y me dieron palmadas en la espalda. El dueño del establecimiento, que había recuperado súbitamente su dignidad, me sirvió con ademán solemne una pinta y entablamos conversación. Disimuladamente llevé la misma a donde me interesaba, es decir, hacia el incidente matutino de la capilla. El tabernero no se sorprendió en absoluto y me contó que no era la primera vez que ocurría esto.
-Al parecer cuenta la leyenda que el viejo es el espíritu del maestro albañil y que está condenado a vagar por la capilla -empezó diciendo indiferente-. Siempre cuenta la misma historia en señal de arrepentimiento. La maldición terminará cuando no quede ninguna piedra del templo de Rosslyn. Pero qué quiere que le diga amigo, yo no creo en fantasmas.
Lo que más llamó mi atención era que el tipo me lo estaba contando tan campante, como si fuera lo más normal del mundo. Apuré mi cerveza y con la segunda pedí un filete con patatas del que di cuenta con avidez. Esa noche me retiré temprano, entre las protestas de mis compañeros, y curiosamente dormí diez horas seguidas.
Los ocho días de vacaciones transcurrieron apacibles y al final no pude resistirme a visitar Edimburgo, en donde me contaron otras tantas historias de fantasmas.
Hoy, mirando por la ventana de mi apartamento y viendo llover, me he acordado de las vacaciones. Y lo cierto es que cuando veo fotografías de la capilla de Rosslyn siento un escalofrío, sobre todo cuando contemplo el detalle de la cabeza tallada del maestro albañil, el único fantasma que he visto en mi vida.

Relato: Amnesia voluntaria

Como todos los días, desperté en mi casa sin saber dónde estaba. Me preparé un café con leche y me senté frente a la ventana. Era maravilloso observar un paisaje nuevo cada mañana, porque nunca podía acordarme del día anterior.Una mujer a la que no conocía entró por la puerta. Me traía las provisiones diarias, según dijo.

-Hoy tiene usted mejor cara - comentó con desgana-. Al rato, se fue como había venido.

Abrí el sobre que había encima de la mesa. "Para abrir cada mañana", podía leerse en el anverso. Lo leí:"Si quiere anular el deseo que le concedí sólo tiene que desearlo con fuerza".Preferí desear, como cada día, no recordar nada al día siguiente.

Relato: Un mus en el "Beni"

Solía ir al "Beni". No de forma regular pero de vez en cuando lo necesitaba. Cuando el trasiego diario me sobrepasaba y sentía un peso insoportable sobre mi alma sabía que había llegado el momento. El "Beni" era un bar normal durante el día. Incluso cuando un neófito llegaba a primera hora de la noche no era capaz de distinguirlo de otro garito cualquiera. Pero un iniciado notaba la diferencia. Un iniciado sabía que entraba en un espacio de paréntesis, un submundo del arrabal en donde uno podía departir amigablemente con los antiguos colegas del barrio. Cuando el primer "DYC" con tónica resbalaba por la garganta se empezaba a percibir una densa neblina imposible de atisbar si estabas sobrio. Aquella noche no era diferente en el "Beni", como siempre.
Poco tardamos en poner el tapete sobre la mesa de la esquina. Escoltados por cuatro pelotazos, decidimos jugárnoslos en una partida de mus. El ambiente es mágico. Los juegos van pasando según suenan los Doors, Pink Floyd, Eric Clapton, Deep Purple... El estrés acumulado se me escurre por la piel y cae a plomo hacia el suelo. En el último juego yo soy mano y cojo solomillo. Veo a mi contrincante de la derecha que pasa treinta y una a su compañero, decido darme una corridita. El engaño funciona y ante mi disimulada risa cortan el mus. Les aguanto a grande, paso a chica, veo los pares y paso a juego sólo hasta que me echan diez y cierro. Ponemos las cartas sobre la mesa, no hace falta ni contar, sólo con lo mío nos hemos salido y ganamos la partida. Apuro el último güisqui y el reloj marca las cinco de la mañana. Todavía me dura la risa cuando miro a los que han perdido, les hemos dado la grande.
El "Beni" se va apagando muy lentamente. La música ya no suena como antes y en el garito quedamos cuatro. La mágica neblina se ha tornado en humo de tabaco y huele a alcohol y a humedad. Me alejo bajo la penumbra de las farolas que, lejos de alumbrar, crean un ambiente espectral. Oigo un grito y al volver la cabeza veo al "Chino" con la pierna metida en una alcantarilla mal tapada, rápidamente paro a un taxi.
Estoy algo borracho en urgencias mientras curan a mi colega de mus, pero no importa. El lunes iré a trabajar con otro espíritu.

Relato: Descuido imperdonable

Jamás pensó que se atrevería a hacerlo, pero lo hizo. Había gastado más de lo podía. Estaba totalmente endeudado en préstamos y tarjetas de crédito y debía mucho dinero a los prestamistas. Así que, no se le había ocurrido otra cosa que entrar en el restaurante y atracar la caja. Lo había conseguido; tenía una falsa coartada y su condición de funcionario de alto nivel del ministerio haría que nunca fuera sospechoso del robo.
Ahora estaba en casa, saboreando su victoria, con los problemas resueltos. En ese momento llamaron a la puerta. Uno de los dos policías le enseñó su placa.
-Debe acompañarnos, se dejó su D.N.I. en "cierto" restaurante.

Relato: Las fauces de la muerte

No tuve la menor reacción de sorpresa al descubrir el lugar hacia el que el destino me había conducido. No sentí nada cuando recibí aquellos disparos en el abdomen. Estaba en la frontera entre lo conocido y el más grande abismo que se le puede presentar a una persona en vida y sin embargo, me sentía más tranquilo que nadie, hasta que perdí el conocimiento.
No vi ni túneles ni luces ni seres angelicales. Flotaba en algún sitio y, por más que luchaba, no podía detener el flujo de una corriente que me arrastraba primero despacio y por último, a toda velocidad, hacia una caverna tenebrosa y con fauces que me engulló. Noté cómo quiso robarme mis experiencias y como me negué a dárselas, me escupió.
Desperté en una sala de hospital y lo que vi me dejó helado. Ya no veía a las personas como siempre. Eran racimos que colgaban de algún lugar indeterminado y que se dedicaban a acumular experiencias que serían las que alimentaran al monstruo. Lo contradictorio es que caí en la cuenta de que siempre las había visto así, pero no había reparado en ello hasta ahora.
Después de haber muerto y de haber regresado, ya no pienso en ser más bueno y mejor persona sino en cómo blindar mi coraza de experiencias. Sé que cuando me llegue la hora volveré a penetrar en aquellas terribles fauces. Y no pienso dejar que me devoren.