El que toma café, se fuma un pitillo, come o cena, pasea o se cruza con un escritor, se arriesga a salir en sus novelas y en sus artículos. Es algo inevitable. Hasta cuando el que emborrona papeles o pantallas de ordenador cuenta una ficción, crea los personajes basándose en fisonomías de conocidos, familiares o amigos. Copia frases, giros, posturas, aspectos, ropajes, sensaciones, ambientes y hasta pensamientos. Para él, escribir es una droga a la que se hace adicto. Eso sí, como dice un buen amigo, el escritor no tiene que ir al psicólogo, ya lo cuenta todo en sus novelas, no le hace falta sentarse en el diván, o esto... o se vuelve loco.
Y, por lo menos los hombres, desconozco este aspecto de las mujeres, acaban divorciados si es que están casados, bien es cierto que no todos, pero pobres de sus esposas. Y como se divorcien, los escritores acaban frecuentando los bares de los barrios bajos buscando historias. Son vampiros que aspiran hasta los olores de las mujeres y aprenden a distinguir sus perfumes. Pordiosean a los amigos para que lean sus escritos. Le adulan y le hacen constar su talento, pero acaban solos. Siempre acaban solos en la barra de un bar en último término, aunque antes hayan pasado por todo un periplo de montañas rusas vertiginosas en compañía de mujeres con perfumes ya conocidos y familiares. Y, finalmente, acaban paseando su mirada por las botellas, colocadas ordenadamente detrás de la barra, mientras observan jugar a la máquina tragaperras a un hombre solitario que no escribe y que no lo hará jamás. Pero tampoco ahogará sus penas en alcohol, como hace él, aunque le toque el premio gordo.Y cuando tercie estar en una habitación de hotel, sentado en una silla, mirando a través de los cristales las húmedas dársenas del puerto, con las grúas amarillas y oxidadas, habrá una mujer duchándose y canturreando una canción que él no conoce. Él prefiere a Eric Clapton, pero claro, no hay mujeres que canturréen Layla. La mujer se viste y se irá arrastrando sus sentimientos por las aceras del barrio del puerto. El rimel se le ha corrido y aún no ha dado ni diez pasos. Parece que lleva sangre en las mejillas, pero es el pintalabios, deshecho como una catarata caudalosa. Él la ve desde la ventana y la dice adios perfectamente mudo y quieto mientras una lágrima corre por su mejilla dolorida de tantas caricias frustradas. Si no fuera por la cicatriz, la lágrima habría rodado hasta la barbilla y aún más allá. Está inspirado, así que se pone los colmillos y baja al bar, en donde observa la vajilla sucia y mutilada. No tiene ni portátil ni sentimientos, ya no. Y pide un bolígrafo al camarero mellado y con cara de pocos amigos. Y empieza a escribir muy rápido, y no precisamente de la mujer que acaba de abandonar momentos antes la habitación del hotel, sino de la lúgubre taberna llena de humedad. Ya no hay aromas de perfumes, de esos que tanto conoce y que no le dejan dormir por las noches. Cuando tiene la servilleta llena por las dos partes, enciende un cigarrillo. Y antes de que la llama del mechero se extinga, quema la servilleta. Esa crónica negra no la va a leer nadie. Sus pulmones no le agradecen las intensas caladas y el whisky quema sus entrañas, pero no lo suficiente. Se comería un entrecot, pero es tarde y su cerebro no para. El camarero ha visto arder la servilleta pero no ha dicho nada, peores cosas han pasado en la taberna desde el principio de los tiempos.
Ahora, de repente, cree estar en el infierno. El local es oscuro y no tiene alma, si alguna vez la tuvo, se la llevó el viento de levante lejos, muy lejos. Maldita vida echada a perder bajo ríos de tinta que se entremezclan con los residuos sólidos de la basura sin contemplaciones, sin mesura y con un despreciable olor a podrido. Ah, lo que daría ahora por un pedazo de sensatez envuelto en papel de regalo de color morado. Pero la sensatez quedó lejos, olvidada en alguna habitación de hotel llena de grietas, como el pequeño trozo de alma que aún le queda. Y para qué hablar de la cordura. De eso tampoco le queda un ápice, sólo que ahora no logra recordar dónde se la dejó. Extrae el último cigarrillo y, como se han terminado las servilletas, saca el papel de platilla para escribir en el reverso. El boli acaba de morir. Deja el cigarro sin filtro y quema la espuma con el mechero para escribir con el hollín del filtro. Como no le funciona, se pincha en la yema del dedo con el pasador del cinturón. Está oxidado, pero le da igual, su vida no vale un duro. Moja el filtro en su propia sangre y empieza a escribir el último cuento. El camarero, borracho, se ha dormido y ronca apostado en la barra. Escribe, lentamente, y no porque no esté inspirado, sino porque el método funciona lo justo. A la mañana siguiente encuentran muertos a los dos, a él y al camarero. Apestan a whisky. Su último cuento ha sido un epitafio: “No volvería a ser escritor ni aunque me condenaran a tormentos de perfume de mujer”.
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