Hace unos días, después de trabajar toda la tarde, llegué al barrio y aparqué el coche. Y cuando me dirigía al portal pasé por el Lidl que está enfrente de casa. ¿Qué hará tanta gente en la puerta del súper estando ya cerrado? –pensé-. Me lo tomé con calma y decidí saciar mi curiosidad, Así que, a pesar del frío, me encendí un cigarro y me senté en la baranda del portal. Quedaba poca gente ya por la calle, ya digo, la temperatura no invitaba a andar por ahí y además era la hora de cenar. Apoyadas en la fachada de un blanco impoluto se silueteaban las figuras de seis señoras rumanas de etnia gitana con sus pañuelos cubriendo las cabezas y anudados a sus cuellos. Charlaban animadamente y unos diez niños correteaban por la acera jugando. Se les veía felices, tanto a ellas como a las criaturas, ya digo, sonrisas a tutiplén, conversación animada y la algarabía de los críos. Yo no es que estuviera muy feliz que digamos. A esas alturas, el frío empezaba a hacer mella pero mi obstinada curiosidad se resistía a abandonar el escenario con las dudas iniciales. Me encendí otro cigarrillo y seguí esperando. Junto a ellas estaban sus carritos de la compra. Pensé que estarían esperando a sus maridos o qué sé yo.
Siguieron pasando los minutos y la escena persistía, reiterativa y sin sentido. Parecía como si el frío y el mundo en general no les afectara. Estuve a punto de desistir y marcharme para casa pero, de pronto, se abrieron las puertas del súper y un empleado sacó el cubo de la basura. Tanto ellas como los críos se arremolinaron en torno a él entre sonrisas y gritos de júbilo. Lo volcaron en la acera y llenaron sus carros. Allí había un poco de todo: conejo, pollo, pan de molde, leche, etc., todo caducado. Cuando terminaron su labor, esas madres llevaban los carritos llenos para sus casas. Y los niños daban saltos de alegría alrededor de ellas.
Todavía me quedé unos minutos para contemplar el silencio que se instauró en la acera donde minutos antes había regido el rumor de palabras y risas. Luego me fui para casa y me hice un par de preguntas. La primera tuvo que ver con la paradoja de que exista gente que tiene que coger la comida de la basura en los países llamados ricos. La segunda estuvo relacionada con la felicidad que vi en esos rostros antes, durante y después de la fiesta de las sobras. Y cuando me puse a hacer la cena con comida, esta sí, pagada, me prometí a mí mismo que al día siguiente intentaría dibujar en mi cara un porcentaje, aunque fuera pequeño, de la felicidad que vi en los rostros de estas personas.
5 comentarios:
¡HOLA PACO!
SI TODOS CAMBIÁSEMOS PARA MEJÓR
VIENDO TANTO DESFAVORECIDO, QUE POR UNA U OTRA RAZÓN, HAY POR EL MUNDO, LA VIDA SERIA UNA MARAVILLA,
YA QUE SIEMPRE, TENDRIAMOS UN GUIÑO
DE TOLERANCIA, COMPRENSIÓN, GENEROSIDAD Y EN DEFINITIVA DE FELICIDAD. PERO LOS HUMANOS MIENTRAS MAS TENEMOS MAS QUEREMOS
UN SALUDO..............
Da para pensar tu entrada, Paco. Merece la pena intentar poner esa cara. Un saludo.
Cierto, anónimo, cuanto más tenemos, más queremos. Y sí, José Miguel, deberíamos cambiar la cara. Somos unos privilegiados. Un abrazo.
No Paco, no somos unos privilegiados porque podamos pagar nuestra comida, no: cada uno es como es y punto, cualquier comparación es un ejercicio vano y banal. Sólo tienes que separarte de tu artículo y volverlo a leer: no pareces tú el privilegiado precisamente ¿no crees?
La felicidad, amigo, es demasiado subjetiva.
Un abrazo algecireño (no tú, el abrazo), que aunque seas de Madrid y a Madrid hayas vuelto, yo siempre te veo en el IES Morón. Fumando, eso sí.
Increible Paco, increible, nunca había pensado que pasaba con las sobras de los supermercados
un abrazo
Publicar un comentario