1.- Seguramente, todos o casi todos tendemos ropa. Unos en tendederos interiores, otros en terrazas, otros en patios... Hay un tipo de tendedero muy práctico. De entrada, uno se atrevería a vaticinar que es un buen invento. Me refiero a esos tendederos de cuerdas con ruedas, en los que se puede tender, tirar de la cuerda y desplazar la ropa para volver a tender sin moverse del sitio. Pues bien, con el tiempo, los ejes de las ruedas se oxidan y producen unos chirridos estridentes que se oyen en todo el vecindario. La solución es tan sencilla como imposible de llevar a cabo por algunos: engrasar dichos ejes. El sonido de marras es especialmente desagradable cuando uno está en la cama, bien echándose la siesta, o bien durmiendo por la mañana temprano. Cuando uno menos se lo espera, ¡zas! No sólo te despiertas sino que lo haces con taquicardias.
2.- Últimamente parece que la gente ha perdido el sentido del ridículo, sobre todo en verano. Me refiero a la forma de vestir. Ya sé que estamos en un país libre y que cada uno puede vestir como quiera. Pero aunque uno vaya de jipi, pongamos por caso, debe hacerlo con elegancia. No es lo mismo ver a un jipi aseado a ver a un tipo medio andrajoso y maloliente que no se asea. Pero el caso es que, ya digo, sobre todo en verano, parece que a la gente le da igual cómo vestir, sobre todo, últimamente a ellos. Y me refiero a la manía de estos últimos años de ver a tíos hechos y derechos con bermudas, incluso bañador, chanclas y camiseta sin mangas. Pues hombre, qué quieren que les diga, desde mi punto de vista resulta ridículo. Con veinte años, bueno, pero a los cuarenta y cincuenta a mí me parece ridículo aparte de antiestético. No es de extrañar que los jóvenes, hijos de estos tíos ridículos, se presenten en los institutos en bañador, con la gorrita y con las puñeteras chanclitas creyendo que es lo más normal del mundo.
3.- He vivido seis años fuera, con lo cual muchas cosas de las que se ven por Madrid me han pillado por sorpresa a mi regreso. Ya antes de irme se podía ver a mucha gente en el Metro y por la calle con los casquitos del emepetrés. A mí me daba que pensar, porque esta acción supone un aislamiento en momentos en que ya sea uno peatón o usuario del transporte público, necesita del sentido de la audición, sobre todo para evitar peligros, pero allá cada cual. Llevar la música a toda leche pero que sólo la oiga el que la lleva, no atenta contra nada. Lo peor es la moda que se ha impuesto ahora de llevar la música en el móvil o el emepetrés sin cascos. Es típico entrar en el Metro y ver a algún anormal con la música sonando a lata a todo volumen. Y no es uno ni dos y, a veces, son tíos ya de cincuenta años, aunque bien es cierto que predominan los niñatos. Una de las cosas por las que me gustaba ir en Metro es por aprovechar el tiempo leyendo un libro. Cada vez que me topo con uno de estos ya no puedo hacerlo. No al menos con la tranquilidad que lo hacía antes.
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