Ayer, Madrid volvió a vivir La Noche en blanco. Yo, la verdad, tenía pensado ir al teatro desde hacía días y así hice. Saqué las entradas a eso de las siete esperando el descuento por la mencionada noche que se explicitaba en el periódico. El de la taquilla me dijo que del descuento nanay, que él no sabía nada. Luego me fui a dar una vuelta por la Puerta del Sol, había más gente de lo normal. Tanta que casi no cojo mesa para tomarme unas bravas y una caña. Eran las ocho y media. A las nueve había una cola increíble, así que salí huyendo. De repente, al salir a la Gran Vía, vi que ya habían cortado el tráfico y que desde varios puntos del centro de la calzada alumbraban los edificios con lucecitas de colores. El gentío hacía que andar fuera una difícil labor. Mi acompañante quiso entrar al Instituto Cervantes y allí que me planté, viendo unas exposiciones fotográficas de gente que no conocía y que expresaban las desgracias del mundo. El público, heterogéneo al máximo. Unos, entendidos. La mayoría, se notaba que estaban allí porque aquello era gratis y porque estaba abierto. Después, tomamos café en una bocacalle de Gran Vía, huyendo del gentío y del agobio, en el que el camarero me informó que habíamos vapuleado a Grecia en baloncesto, bien. Y, por fin, nos fuimos al teatro. Cuando llego a la taquilla, veo que han puesto un cartelito en el que informan de que se hace un descuento de 5 euros por lo de La Noche en Blanco. Protesto al de la taquilla y le digo que a mí no me ha hecho descuento. Me mira con desprecio, pero me pide las entradas. Me da unas nuevas y me devuelve 10 euros sin pestañear.
La obra estupenda. “El pisito”, en el Marquina. Después, salimos y las calles de Madrid parecían el escenario de un Apocalipsis. Logramos llegar a la calle Arenal no sin esfuerzo. El panorama, dantesco: niñatos, cuyos padres deben creer que están en los museos cuando realmente llevan un pedo del 15, guiris flipados y despistados por las cosas que sólo se pueden ver en este país y gentes de ropajes extravagantes cuyo grado de sobriedad hacía tiempo que había quedado atrás. Nos sentamos en una mesa de una terracita, atalaya privilegiada para observar. Más de lo mismo. Cuando nos fuimos, el camarero nos dio una estocada certera: 6 euros por dos cañas.
Luego me fui a mi casa en Metro, como sardinas en el de la línea del centro. Más vacío el de la línea de mi barrio, aunque aguantando los aullidos y las payasadas de los niñatos. Cada veinte metros, aproximadamente, una pota, y un olorcito en los vagones que ya podéis imaginar.
No sé si esto de La Noche en Blanco sirve para algo o es una medida extravagante de los políticos para que esa noche todo el mundo transite las calles teledirigidos como ganado. El caso es que yo prefiero salir cualquier otra noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario