Antes llovía más y hacía más frío. No me hacen falta estadísticas. Tan solo el recuerdo de zapatos embarrados y bufandas de lana hasta los pies. Pero yo salía a la calle, tenía inquietudes. Me encantaba jugar al fútbol, a las chapas, a las bolas, al peón, a los cromos, a los rescates y a tirarnos piedras. Me crié de forma un poco salvaje. Mi barrio estaba lleno de descampados y uno de nuestros deportes favoritos era matar ratas a pedradas o, de forma más sofisticada, con tirachinas o escopeta de perdigones.
En medio de todo aquello estaba la Cátedra. Se me escapa el por qué del nombre y ahora mismo recuerdo que ligado a ese inmueble había hasta un equipo de fútbol, el Catedra F.C. Era una edificación antigua. En torno a un campo de baloncesto de cemento había cuatro alas en plan claustro, solo que con vigas de acero, que albergaban estancias dedicadas a los más variopintos usos. Se daban clases de corte y confección, de música, catequesis..., etc. Y una de las alas era la biblioteca, que más tarde pasó a pertenecer a la red de bibliotecas de la Comunidad de Madrid.
Si llovía, la biblioteca era una buena opción, cualquier cosa menos estar en casa. No te mojabas, era gratis y al menos no estaba uno haciendo el mal por las calles. Por aquel entonces yo era más de tebeos. Me encantaba leer Mortadelos, 13 Rue del Percebe, Carpanta, las hermanas Gilda, Rompetechos, etc. También de aventuras: El Capitán Trueno, El Corsario de hierro, Jabato, etc. Pero ya entonces descubrí una de mis aficiones preferidas, que era curiosear por los estantes de novela e ir viendo portadas y leyendo sinopsis. En esos devenires juveniles descubrí algunas joyas como “El túnel”, de Sábato o “El tercer ojo”, de Lobsang Rampa. Los libros eran viejísimos, de páginas amarillentas y cubiertas semidestruidas. Pero me di cuenta de una cosa: que era más importante el contenido que el continente. Éramos niños pobres, hijos de trabajadores, pero por medio de esa biblioteca en la Cátedra, magnífica idea de no sé quién, teníamos acceso a un buen número de títulos.
Por aquel entonces no tenía yo ni idea de que acabaría siendo escritor. Solamente leía y lo hacía por el mero hecho alucinante de sumergirme en una historia, de hacer un viaje con unos compañeros a los cuales acababa de conocer: los personajes. Por unos paisajes que no eran otros más que los ideados por el novelista de turno para que sus personajes transitaran. Ni siquiera años después, cuando llevaba quizás más novelas leídas de las que se pueden dar cuenta en una vida, tuve la inquietud de escribir. Eso sí, yo me daba cuenta de que como profesor de electrónica hacía unos apuntes para los alumnos muy “narrativos”. Y un día escribí un relato para un concurso de un periódico, y me llamaron. A partir de ahí, cultivé el relato, la poesía y los artículos. Cualquiera que cultive cada uno de estos géneros puede ser llamado escritor, ya que escritor es el que escribe. Ahora bien, el considerarse poeta o novelista, por ejemplo, implica eliminar el término genérico de escritor, ya es más específico y, por tanto, los sustantivos mencionados deben designar a aquel que tenga unas características, es decir, a aquel que domine las técnicas poéticas o novelísticas. Porque frente a la eterna polémica de si escribir es un oficio o una cualidad derivada del talento la respuesta es bien sencilla. Hay que tener ese talento del que tanto hablan muchos, sí. Hay gente que nunca podrá escribir como hay gente que nunca podrá cantar ni en un karaoke. Pero aparte de ese don natural, la escritura es un oficio que requiere una técnica.
Cuando empecé a escribir relatos y poemas, lo hice sin demasiado esfuerzo. Bien es cierto que los primeros eran malísimos. Pero no tardé mucho tiempo en adquirir cierta destreza a base de equivocarme y de leer a los maestros. Lo de la novela es otra historia. Cuando me puse con la primera, a pesar de haber leído cientos de ellas, me di cuenta de que era el trabajo más costoso que pueda acometer un escritor, puesto que hay que poner un andamiaje e ir rellenando las páginas de una forma coherente con tramas, subtramas, personajes, paisajes, etc. Un relato o un poema se puede hacer en minutos. Sin embargo, una novela se puede demorar años hasta que es terminada, con lo que eso conlleva.
Un artículo, sin embargo, es lo más fácil de hacer. Es como hacer una redacción de las que hacíamos en el cole, ordenar tus pensamientos y ponerlos por escrito centrados en el tema del que trate.
Por tanto, escritor es el que escribe, sí. Reseñista, articulista, novelista, poeta o cuentista son acepciones mucho más específicas del término genérico. Y todas ellas requieren una dosis de talento y de técnica. El primero es innato. La segunda solo se consigue a base de esfuerzo y trabajo.
2 comentarios:
Pues acabo de descubrír que escribo de forma innata…, pues me gusta, también que compartimos muchas formas de divertirnos cuando niños, ¡sacando las ratas y las piedras! Yo con las ratas nada de nada….
Lo tuyo no es una firma del libro, ¡es una juerga en toda regla! :)
Suerte.
Besitos.
No creas, hay novelas que se piensan en diez minutos y se escriben en tres patadas y poemas que tardan en concretarse años
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