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Me levanté de la cama entre estertores y acompañado de un sudor frío que cubría todo mi cuerpo. Llegué al botiquín y revolví los frascos de pastillas que cayeron al suelo ruidosa y desordenadamente. Algunos se abrieron y esparcieron por el suelo del baño un reguero de grageas y cápsulas de colores. Desenrosqué el tapón de los tranquilizantes y engullí dos como si me fuera la vida en ello. Pegué mis labios resecos y amoratados al grifo y tragué las pastillas. Sentí náuseas, pero logré aguantar el vómito, sobre todo porque no quería que las pastillas que acababa de ingerir iniciaran su periplo a través del inodoro. Pegué la frente al gélido tacto de los baldosines de la pared y el frescor me alivió. Seguía temblando, aunque el fuego interno se fue aplacando poco a poco.
De repente, un dolor que surgía del pecho me hizo tumbarme en el suelo y encogerme con las manos entrelazadas sobre el estómago. Empecé a sentir unas pulsaciones en la cabeza que se transformaron en un martilleo lento y continuo. Con cada latido del corazón parecía como si me atravesaran el cerebro con una aguja de punto. No aguantaba más. Me levanté como pude e intenté llegar al teléfono para llamar a una ambulancia. Mientras marcaba, vi la caja sobre la mesa y sentí una atracción irrechazable que me hizo colgar el teléfono cuando ya estaba dando la señal. Arrastré mis pies en dirección a la mesa y tomé la caja con aprensión. Con ella bajo el brazo, me dirigí hacia la cocina y la deposité en la encimera. La caja, esa caja de los milagros y de la locura.
La abrí. Deposité el polvo blanco sobre la cucharilla y trasladé el agua desde un vaso a la misma. La fui depositando con ansiedad con un cuentagotas. Tenía apoyados los codos en la encimera para evitar que los temblores mandaran todo a la mierda. Encendí el mechero y volví a ser testigo, una vez más, de cómo el polvo se diluía y se mezclaba con el agua. Saqué la jeringa de la caja y succioné hasta la última gota de la cuchara. Me até la goma a mi esquelético brazo, apretando el nudo con los dientes. Cuando detecté claramente la vena, me inyecté todo.
No transcurrieron ni dos minutos hasta que volví a mi estado de ser habitual. Había acabado con la crisis. Lo de desengancharme…, quedaba pendiente hasta una mejor ocasión.
5 comentarios:
A veces uno está enganchado a algo de tal modo que, falto de voluntad para encarar el problema, espera un acontecimiento extraordinario para comenzar a superarlo. Sin embargo, éste no llega, la adicción se hace más férrea y al final, uno termina sucumbiendo. Es una lástima pero ya se sabe; si tú no tomas las decisiones, la vida lo hace por ti, y esto siempre es más doloroso.
Un saludo.
Completamente de acuerdo con Guido; pero yo soy algo más optimista, quién sabe, tal vez la proxima vez la voluntad sea más fuerte que la tentación.
Un abrazo.
Paco, cabroncete, joder, vaya relato. Parece que es alguien a quien le va a dar un infarto o algo y resulta que al final lo que estás describiendo es el mono de un yonki.
Mañana voy pal Foro. ¿Estarás?
Un abrazo.
Totalmente de acuerdo, Guido.
Es cierto, Mercedes, siempre hay esperanzas y segundas oportunidades.
Carlos, como te dije me vine pa Algeciras a documentarme y a ver a unos amigos. Hasta el 30 por la noche no voy a Madrid. A ver si tomamos u vermú en Nochevieja.
Un relato muy bueno, Paco. Un abrazo.
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