A la hora de escribir una novela, no hay método que valga. Hay escritores intuitivos, mientras que otros, hacen esquemas y empapelan sus paredes de post-it’s y fotografías. Lean entrevistas, ninguna es igual, ningún escritor dice lo mismo. Yo no hago esquemas ni preconcibo nada. Simplemente, escribo la novela que me gustaría leer. Doy vida en palabras a cuatro ideas que me surgen en la cabeza. Y lo que más me llama la atención es que controlo la trama y a los personajes hasta cierto punto, porque otras veces, son ellos los que acaban controlándome.
Por ejemplo, en mi primera novela, pendiente de publicación, mis personajes principales eran un hombre y una mujer que se conocían desde niños. Eran amigos de la infancia y jugaron ese rol durante algunos capítulos. Pero una noche, en un capítulo que me dispuse a escribir con una idea clara de lo que iba a suceder, ellos dos, ajenos ya totalmente a mí, se van a cenar a un restaurante madrileño. Eso sí, me dejaron escogerlo a mí. Y una vez allí, después de cenar, se enrollan muy a mi pesar, porque a partir de ahí, me hicieron cambiar la trama de la novela.
Otro ejemplo. En mi tercera novela yo tenía claro que la trama iba a cabalgar entre un crimen en la actualidad y un hecho histórico del siglo XVIII. Pues aunque he conseguido mantener esta idea, mi barrio se ha colado en la novela de manera salvaje. Hasta he tenido que inventarme un personaje principal que nació en mi barrio para poder desplazarlo hasta allí de vez en cuando y describir esos ambientes sórdidos y marginales.
Supongo que los que escriben ya saben esto muy bien. Y a los nuevos, a los que empiezan, que cuenten con ello, porque una vez que empiezas a escribir una novela no es el escritor quien controla lo que va a suceder allí. La novela se apropia de tus pensamientos, de tu personalidad y, poco a poco, te va dejando sin energía. Y cuando la terminas estás muerto. Sólo resucitas cuando la corriges y experimentas por fin la satisfacción de haberla terminado. Por fin.
Por ejemplo, en mi primera novela, pendiente de publicación, mis personajes principales eran un hombre y una mujer que se conocían desde niños. Eran amigos de la infancia y jugaron ese rol durante algunos capítulos. Pero una noche, en un capítulo que me dispuse a escribir con una idea clara de lo que iba a suceder, ellos dos, ajenos ya totalmente a mí, se van a cenar a un restaurante madrileño. Eso sí, me dejaron escogerlo a mí. Y una vez allí, después de cenar, se enrollan muy a mi pesar, porque a partir de ahí, me hicieron cambiar la trama de la novela.
Otro ejemplo. En mi tercera novela yo tenía claro que la trama iba a cabalgar entre un crimen en la actualidad y un hecho histórico del siglo XVIII. Pues aunque he conseguido mantener esta idea, mi barrio se ha colado en la novela de manera salvaje. Hasta he tenido que inventarme un personaje principal que nació en mi barrio para poder desplazarlo hasta allí de vez en cuando y describir esos ambientes sórdidos y marginales.
Supongo que los que escriben ya saben esto muy bien. Y a los nuevos, a los que empiezan, que cuenten con ello, porque una vez que empiezas a escribir una novela no es el escritor quien controla lo que va a suceder allí. La novela se apropia de tus pensamientos, de tu personalidad y, poco a poco, te va dejando sin energía. Y cuando la terminas estás muerto. Sólo resucitas cuando la corriges y experimentas por fin la satisfacción de haberla terminado. Por fin.
2 comentarios:
Sí, he oído muchos comentarios sobre esa disociación mágica y maravillosa entre el autor y su ficción, y cómo ésta escapa a veces al control. Debe ser bonito, al mismo tiempo que algo desconcertante.
Yo siempre había oído que estas cosas ocurrían, pero pensaba que eran ese tipo de leyendas que uno da por ciertas sin constatarlas, hasta que un día me decidí por la novela, Las ruinas de Aras y descubrí que los personajes actúan a su libre albedrío. Yo me comparaba con Charlton Heston en Ben-Hur, controlando la cuádriga en la famosa carrera, tirando de las riendas de uno y de otro personaje, pero nada, por muy metódico, ordenado y sistemático que uno sea, se desparraman hacia todas las direcciones y te vuelves loco para llevarlos de nuevo al redil. Sobra decir que no se consigue, pero esa lucha provoca una descarga de adrenalina que provoca placer y adicción y cuando uno ve el resultado plasmado en el final de la novela, asiente con satisfacción porque los personajes han demostrado estar vivos y a partir de ese momento se hablará de ellos como de personas físicas que ya conocemos.
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