
La soledad está sentada en mi banco del parque. La observo desde lejos, escondido tras el tronco de un pino. Su incertidumbre crece a medida que pasa el tiempo y no aparezco. Enciendo un cigarrillo y reflexiono unos instantes sobre el apego. Estoy apegado a ese banco y la soledad está apegada a mí. Puede que yo también acabe apegado a ella aunque de momento no lo estoy, ¿o sí? La luna señala un camino de plata hacia ninguna parte y la brisa acaricia con dulzura la tierra que alberga la danza de las hojas del otoño. Apago el cigarrillo y me dirijo hasta el banco. La soledad ni me mira y vuelve la cabeza con gesto altivo. Empiezo a conocerla y veo que es muy posesiva; eso no es bueno, pero cada uno es como es y obedece a su naturaleza. Mi naturaleza es caótica y mi alma está atormentada por vicisitudes vitales que ya no recuerdo. Mi memoria es frágil y yo escondo mi sensibilidad bajo una fachada de ladrillos que se desmorona cada noche, que me permite ver sombras y espectros que me saludan como a un amigo. Tomo la mano de la soledad y le digo que ya está bien, que no es para tanto. En el fondo es un encanto porque me ha sonreído y está bailando para mí. Nunca lo había hecho. Su danza me hipnotiza.
2 comentarios:
Este laaaaargoooo verano que parece no acabar nunca te está dando oportunidades sinfín para continuar visitando tu banco.
Vengo leyendo estos monólogos tuyos desde el principio (aunque no los he comentado) y encuentro en ellos cierta tristeza y necesidad de soledumbre, la cual, por otra parte, bien mirada, esto es, con buenos ojos, no es mala amiga.
La soledad, a quien hoy coges de la mano, a veces es tan terapéutica...
Ha sido un proyecto durante el que he trabajado todo el verano, S. Cid. Me gustó mi propio personaje y seguí y seguí. Me alegro de que te guste. Y sí, la soledad es imprescindible para mí, eso sí, la soledad buscada, no la encontrada. Gracias por tu fidelidad. Un beso.
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