Era un fin de semana extraño. El viento rugía fiero como el león en la estepa africana. El sol no mostró ni un solo rayo de luz y de calor, dejando el protagonismo a las nubes que copaban todo el cielo que mis ojos eran capaces de percibir.
Las gotas de agua envueltas de niebla, envolvían ahora mi cuerpo y mis ojos se empañaban de lágrimas forzadas por el frío. Mi caminar era indeciso y sin equilibrio. Luchaba con el viento como luchaba con mi existencia.
-Es curioso cómo cambia el tiempo -murmuré pensando en voz alta-. Ayer hacía un día templado y hoy un frío punzante -pensé mientras frotaba mis brazos al descubierto.
Seguí caminando un buen rato. No podía coger un taxi porque no tenía ni siquiera para la bajada de la bandera. Mi objetivo era llegar a casa lo más rápido que mis pies podían deslizarse por la acera mojada y a ser posible sin resbalar. Deseaba estar con la estufa de gas junto al sillón orejero que metódicamente acariciaba mis sueños de siesta. Ansiaba sentarme y divisar a la gente por el ventanal de mi salón. Sentirme abrigado por el calor del hogar mientras el resto de la humanidad corre de arriba para abajo perdida por el estrés de la ciudad y del trabajo. Me siento privilegiado de ser escritor y poder trabajar desde casa.
Qué cabeza la mía, no entiendo cómo he podido salir con una camiseta de manga corta. Qué despistado soy. Cualquiera que me vea podría pensar perfectamente que qué raros son los escritores. Hasta yo lo pienso.
A medida que avanzaba hacia mi apartamento, notaba como un aire enrarecido se cortaba a mi paso ligero. Primero una pareja me siguió con su mirada, a lo cual respondí con cierta timidez.
Sin mucho intervalo de tiempo, una señora mayor me miró con cierto descaro, acentuando sus arrugas del tiempo aún más en el entrecejo.
No di importancia al encuentro con la anciana y achaqué su indiscreción a la falta de visión por cataratas, y no precisamente por las del Niágara.
Continué mi camino sin más ideas en mi cabeza. Pensaba en ponerme cómodo y beber una taza bien caliente de cacao.
-¡Me encanta el cacao! –me dije con los labios entrelazados por los tiritones.
Tengo un amigo que es cura en Chuao y tiene el buen gusto de enviarme de vez en cuando cacao venezolano a través de valija eclesiástica. Me relamía el paladar succionando el exceso de saliva que mi fijación por el cacao producía.
Por fin llegué al portal de mi apartamento. El portal estaba abierto, me colé como una serpiente huidiza y , sin esperar el ascensor, me apresuré a subir los escalones de dos en dos para luego precipitar la distancia de tres en tres.
Jadeante y con el frío que había entumecido mis movimientos hasta ese momento, acerté a la primera, en sacar la llave de entre varias. Pero no podía creer lo que estaba pasando. La llave no entraba.
-¡No puede ser! -pensé con velocidad para no insistir obligando la cerradura.
Sabía que era la llave, sabía que era el portal y sabía que estaba en la puerta de mi apartamento. Realmente sentí un surrealismo del que pocas veces estuve a salvo, por lo que no me impresionó, la fuerza de la costumbre.
Deshice el camino hacía el portal en una bajada lenta. Salí hacía la calle, intentando llegar a una cabina de teléfono a la vuelta de la esquina y gastar el poco dinero metálico que tenía en los bolsillos. Al cruzar la calle me tropecé con una farola. Me golpeé el hombro izquierdo. Y al girarme me llamó la atención un cartel que había abrazado al poste con dos tiras de celofán amarillento. Me acerqué a leer el cartel y apreciar la fotografía: “Se busca desaparecido hace tres años”, leí en letras mayúsculas. Abajo una foto de un joven con un buen porte y bien afeitado.
Aquel conato de retardo no duró mucho. Pronto divisé a pocos metros la cabina y tuve suerte porque estaba libre.
-¡Mamá! Soy yo.
-¡Pedro! Hijo, ¿eres tú?
Hace dos años desde aquella llamada telefónica. Y tres años más desde que salí de casa hasta que me reencontré conmigo mismo en aquel cartel colgado en la base de la farola. Cinco años de mi nueva vida, en la que lucho por rescatar mi pasado. Llevo melena, barba y no sé mi nombre. Sólo sé que parezco un escritor y en mi DNI pone Pedro de Paz.
Las gotas de agua envueltas de niebla, envolvían ahora mi cuerpo y mis ojos se empañaban de lágrimas forzadas por el frío. Mi caminar era indeciso y sin equilibrio. Luchaba con el viento como luchaba con mi existencia.
-Es curioso cómo cambia el tiempo -murmuré pensando en voz alta-. Ayer hacía un día templado y hoy un frío punzante -pensé mientras frotaba mis brazos al descubierto.
Seguí caminando un buen rato. No podía coger un taxi porque no tenía ni siquiera para la bajada de la bandera. Mi objetivo era llegar a casa lo más rápido que mis pies podían deslizarse por la acera mojada y a ser posible sin resbalar. Deseaba estar con la estufa de gas junto al sillón orejero que metódicamente acariciaba mis sueños de siesta. Ansiaba sentarme y divisar a la gente por el ventanal de mi salón. Sentirme abrigado por el calor del hogar mientras el resto de la humanidad corre de arriba para abajo perdida por el estrés de la ciudad y del trabajo. Me siento privilegiado de ser escritor y poder trabajar desde casa.
Qué cabeza la mía, no entiendo cómo he podido salir con una camiseta de manga corta. Qué despistado soy. Cualquiera que me vea podría pensar perfectamente que qué raros son los escritores. Hasta yo lo pienso.
A medida que avanzaba hacia mi apartamento, notaba como un aire enrarecido se cortaba a mi paso ligero. Primero una pareja me siguió con su mirada, a lo cual respondí con cierta timidez.
Sin mucho intervalo de tiempo, una señora mayor me miró con cierto descaro, acentuando sus arrugas del tiempo aún más en el entrecejo.
No di importancia al encuentro con la anciana y achaqué su indiscreción a la falta de visión por cataratas, y no precisamente por las del Niágara.
Continué mi camino sin más ideas en mi cabeza. Pensaba en ponerme cómodo y beber una taza bien caliente de cacao.
-¡Me encanta el cacao! –me dije con los labios entrelazados por los tiritones.
Tengo un amigo que es cura en Chuao y tiene el buen gusto de enviarme de vez en cuando cacao venezolano a través de valija eclesiástica. Me relamía el paladar succionando el exceso de saliva que mi fijación por el cacao producía.
Por fin llegué al portal de mi apartamento. El portal estaba abierto, me colé como una serpiente huidiza y , sin esperar el ascensor, me apresuré a subir los escalones de dos en dos para luego precipitar la distancia de tres en tres.
Jadeante y con el frío que había entumecido mis movimientos hasta ese momento, acerté a la primera, en sacar la llave de entre varias. Pero no podía creer lo que estaba pasando. La llave no entraba.
-¡No puede ser! -pensé con velocidad para no insistir obligando la cerradura.
Sabía que era la llave, sabía que era el portal y sabía que estaba en la puerta de mi apartamento. Realmente sentí un surrealismo del que pocas veces estuve a salvo, por lo que no me impresionó, la fuerza de la costumbre.
Deshice el camino hacía el portal en una bajada lenta. Salí hacía la calle, intentando llegar a una cabina de teléfono a la vuelta de la esquina y gastar el poco dinero metálico que tenía en los bolsillos. Al cruzar la calle me tropecé con una farola. Me golpeé el hombro izquierdo. Y al girarme me llamó la atención un cartel que había abrazado al poste con dos tiras de celofán amarillento. Me acerqué a leer el cartel y apreciar la fotografía: “Se busca desaparecido hace tres años”, leí en letras mayúsculas. Abajo una foto de un joven con un buen porte y bien afeitado.
Aquel conato de retardo no duró mucho. Pronto divisé a pocos metros la cabina y tuve suerte porque estaba libre.
-¡Mamá! Soy yo.
-¡Pedro! Hijo, ¿eres tú?
Hace dos años desde aquella llamada telefónica. Y tres años más desde que salí de casa hasta que me reencontré conmigo mismo en aquel cartel colgado en la base de la farola. Cinco años de mi nueva vida, en la que lucho por rescatar mi pasado. Llevo melena, barba y no sé mi nombre. Sólo sé que parezco un escritor y en mi DNI pone Pedro de Paz.
2 comentarios:
¡¡Pero qué bueno!! La verdad es que lo pase fatal leyéndolo, es que es parecido a una de mis pesadillas, (rarezas de mi mente que no tiene otra cosa que hacer), eso de intentar abrir la puerta y descubrir que tu propia casa ya no te reconoce..., buff.
Bueno a todo esto, cinco años son muchos años, espero que Pedro ya se haya reconocido.
Besitos.
Gracias, Campoazul. La verdad es que Virtudes escribe estupendamente. Y sí, lo que plantea en el cuento es algo en lo que muchos hemos pensado tantas veces. Un beso.
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