A nadie se le escapa que Cádiz es una ciudad extremadamente pintoresca. Ni que el humor rezuma por las esquinas de cada una de sus calles. Algunos de sus habitantes podrían estar contando anécdotas durante horas, anécdotas graciosas que son cantadas y contadas en su máximo esplendor en los carnavales. Ayer, después de desayunar, me acerqué a la ferretería del Grillo, mote por el que se conoce de toda la vida a Genaro Vargas, un hombre dado a luz prácticamente en las salinas debido a la tradición salinera familiar. Mantiene abierta la ferretería desde hace más de cuarenta años. Entrar en ella es casi un placer para los sentidos porque durante todo ese tiempo, el Grillo ha almacenado materiales que bien merecerían estar en un museo de antigüedades. Además, su forma de trabajar a la antigua permite que le pidas un determinado tipo de tornillo y te saque una caja de zapatos amarilleada por los años llena de todo tipo de tornillería, de toda menos de la que necesitas. A mí no me molesta en absoluto. El Grillo es amigo mío desde hace décadas y siempre que aparezco por allí echamos el rato.Después de saludarme, el Grillo procedió a gestionar mi pedido, nada complicado, por otra parte. Yo
necesitaba algunos cáncamos roscados y unos espiches para colgar unos cuadros. Se subió a una escalera y al cabo del rato descendió con tres cajas que habían vivido mejores momentos y las depositó en el mostrador. Las destapó cuidadosamente y me mostró un amasijo de cáncamos en la primera de ellas. La segunda contenía tacos de diversos tamaños y colores. Y en la tercera había clavos, algunos de ellos oxidados, así que volvió a cerrarla y la separó de las dos primeras. En ese momento, entró un viejecito en la tienda al que el hecho de caminar se le hacía una labor un tanto fatigosa. Calculé que tendría unos noventa años por lo menos. Conservaba todo su cabello, blanco como la sal. Vestía un pantalón ancho de pana de color marrón y chaleco a juego. Las solapas de su camisa blanca asomaban de entre el cuello del chaleco y hacían que pareciera que su mentón reposara sobre ellas. Tenía la cara muy arrugada y llevaba por expresión una mueca risueña permanente. Sus ojillos de color azul celeste brillaban de una forma especial y su boca iba un tanto entreabierta. A cada paso que daba, golpeaba suavemente el viejo suelo de parquet de la tienda con su bastón. El Grillo me dijo que fuera buscando entre el material de las cajas mientras atendía al anciano, que se situó a dos metros de mí.
-Buenos días -dijo el Grillo-. ¿Qué desea, abuelo?
-Me dé un cerrojo Faz -dijo el anciano mirando profundamente al Grillo.
-Enseguida, abuelo. ¿Cómo lo quiere? ¿Algún tamaño en especial?
El abuelo se quedó mirando impertérrito al Grillo y de su boca no salió una sola palabra. Parecía estar retándole a que le trajera el cerrojo enseguida, eso decía su mirada, pero por otro lado, su quietud y su aparente falta de prisa decían lo contrario. Vi al Grillo bastante desconcertado y, al final, optó por desaparecer por detrás de la cortina que llevaba al almacén. El abuelo giró la cabeza y se me quedó mirando como si mi búsqueda entre la profusión de materiales contenidos en las amarillentas cajas de cartón le hiciera gracia. No se rió, pero su mueca sonriente y sus ojos clavados en mí hicieron que apartara la mirada y siguiera buscando. Mientras el Grillo buscaba el cerrojo y yo me empeñaba en rebuscar en las cajas, un par de hombres y una señora entraron a la tienda y se pusieron a husmear entre el género que el Grillo tenía en las estanterías. Mi amigo volvió a aparecer con cuatro cerrojos entre las manos. Los dejó ordenadamente en el mostrador, delante mismo del anciano.
-Mire usted, abuelo, a ver qué modelo es el que quiere.
El anciano bajó la mirada hasta posarla en los cerrojos y, después de hacer sus reflexiones, señaló con el dedo índice de su mano derecha uno de tamaño mediano.
-Éste -dijo. Y volvió a mirarme con sus ojillos brillantes. Esta vez sonrió.
El Grillo apartó los demás cerrojos y sacó de debajo del mostrador una hoja del Diario de Cádiz de la sección de deportes. En ella se podía leer la noticia de la consecución del título de Liga por parte del Deportivo de La Coruña. Y es que todo en la ferretería de mi amigo el Grillo era de colección. Puso el cerrojo encima y lo envolvió con el papel.
-¿Algo más, abuelo? -el anciano negó con la cabeza-. Son veintiocho euros. -El anciano enarcó las cejas, miró al Grillo y por primera vez perdió la expresión graciosa de su rostro.
-¿No tiene uno que sea más barato?
-Sí, sí que los tengo -contestó el Grillo-, pero no son de la marca que usted me ha dicho.
-A mí me da igual la marca, hijo.
El Grillo miró al anciano y después desenvolvió pacientemente el cerrojo. Volvió a perderse por detrás de la cortina. El abuelete volvió a mirarme con su característica y ya familiar mueca burlona y yo volví a enfrascarme en mi búsqueda, que hasta el momento estaba resultando del todo infructuosa. Un par de personas más entraron a la tienda. Y mi amigo apareció tras un minuto con un cerrojo del mismo tamaño que el anterior.
-Este es de las mismas características que el de antes, abuelo, y más barato.
-¿Cuánto vale? -preguntó el anciano.
-Este vale dieciséis euros.
-¿No tiene uno más barato?
-No, abuelo -contestó el Grillo con parsimonia-. Ya no tengo más baratos.
El anciano metió la mano en el bolsillo derecho de su pantalón de pana y tras rebuscar un momento puso en el mostrador tres billetes arrugados de cinco euros. Después volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó un puñado de calderilla. Contó hasta llegar a un euro poniendo en el mostrador una sucesión de monedas en la que la más grande era una de diez céntimos.
-Y esto... hace dieciséis -dijo el anciano.
El Grillo había envuelto el cerrojo en el mismo papel de antes mientras el anciano estuvo contando las monedas. Tras coger el dinero, mi amigo metió el paquete en una bolsa de asas y se la entregó al abuelo que abandonó el establecimiento lentamente, igual a como había entrado. No se despidió.
-Qué, Manuel -me dijo el Grillo-, ¿encuentras eso o no?
-Pues no -dije-. Pero no te preocupes, que seguro que entre todo lo que tienes aquí algo encuentro. Atiende si quieres a otro cliente.
Mi amigo me dejó con mi búsqueda y se puso a atender a una de las señoras. Mientras seguía rebuscando en una de las cajas, volví a escuchar un sonido familiar que me hizo volver la vista hacia la puerta de entrada. El ruido era el que el anciano provocaba con su bastón al apoyarlo a cada paso que daba en el parquet. De forma pausada, vi como avanzaba hasta el mismo sitio en el que había estado antes, es decir, a mi lado, en el mostrador. Volvió a mirarme y sonrió y el Grillo dejó de atender a la señora y se situó delante del viejo.
-¿Ha olvidado algo, abuelo?
-Que digo yo, que ahora ¿quién pone el cerrojo?
El Grillo se quedó mirando al anciano mientras se pellizcaba la barbilla sin saber muy bien qué decir. El viejo le sostenía la mirada.
-Hombre... Mire, abuelo, hay un chico que de vez en cuando viene por aquí y hace algunos trabajillos a cambio de una propina. Si quiere, me da usted su dirección y cuando venga le digo que vaya a su casa a ponérselo, ¿qué le parece?
El anciano estaba petrificado delante del Grillo mirándole inquisitivamente sin perder esa mueca suya tan desconcertante. Al final hizo un gesto afirmativo con la cabeza y el Grillo apuntó su dirección y su teléfono en un trozo de papel.
-Además, si quiere puede dejar el cerrojo aquí. Así, cuando venga el chavea, él mismo lo llevará a su casa.
-No, el cerrojo me lo llevo.
-Como quiera, abuelo.
Después de esto el anciano volvió a abandonar la tienda ante las disimuladas miradas de la clientela. Y yo volví a enfrascarme en mi infructuosa búsqueda que a punto estaba de dar por perdida. No pasaron ni cinco minutos hasta que el abuelo volvió a entrar en la tienda acaparando de nuevo todas las miradas. Mi amigo el Grillo ya no sabía dónde meterse.
-Mire -dijo el anciano-, que he pensado que sí, que le voy a dejar el cerrojo para que el chico lo lleve cuando vaya a ponérmelo.
-Como quiera, abuelo -contestó el Grillo.
El abuelo me miró durante unos segundos y después dio media vuelta y volvió a salir de la tienda. La gente empezaba a murmurar.
Después de atender a un cliente, el Grillo se acercó hasta mí y me preguntó que si había encontrado lo que había venido a buscar. Le dije que no. Se pellizcó la barbilla mientras parecía cavilar buscando una solución. Volvió a encaramarse a la escalera y se llegó hasta el último estante. Luego bajó y situó ante mí otro par de cajas más amarillentas todavía, las abrió y me dijo que seguramente ahora encontraría el material. A continuación se puso a atender a otro cliente. En las cajas había más tornillos, más tuercas y más cáncamos mezclados con escarpias y arandelas, pero aparentemente no parecía haber lo que yo buscaba, aunque me puse a revolver.
Entretanto, un hombre de mediana edad enfundado en un mono que de desteñido presentaba un color azul celeste claro, mostró al Grillo una resistencia de una plancha antigua.
-Verá -dijo el hombre-, la plancha no vale dos duros, pero la clienta le tiene cariño.
-Ya -contestó el Grillo-, pero es que estas resistencias ya no las hacen. Aunque..., espere un momento porque en el almacén tengo todo tipo de cachivaches antiguos. A lo mejor con suerte...
El Grillo volvió a desaparecer por detrás de la cortina y al cabo de diez minutos regresó con una plancha antigua que estaba un tanto oxidada. De la plancha pendía un cable de los que llevaban revestimiento textil que estaba un tanto deshilachado y sin clavija de enchufe.
-Espere un momento -dijo el Grillo-, que a lo mejor...
Mi amigo cogió una navaja de electricista y peló el extremo del cable. Luego hizo lo mismo con los dos hilos que habían quedado al descubierto y después retorció los hilillos de cobre que habían quedado a la vista. Con la pericia propia de un antiguo ferretero, metió los hilos en un enchufe de superficie que había en el mismo mostrador en el que depositó la plancha de pie.
-Si funciona -dijo el Grillo- le saco la resistencia y se la lleva. Es del mismo modelo.
Al cabo de unos minutos, el Grillo se mojó con saliva la yema de su dedo índice y la pasó por la superficie de la plancha. El ruido de la saliva al quemarse fue suficiente para que el Grillo diera por válida la prueba.
-Esto vale -dijo.
A continuación, pertrechado con un destornillador, el Grillo desarmó la plancha en menos que canta un gallo. Luego extrajo la resistencia y la dejó encima del mostrador.
-Muchísimas gracias -dijo el hombre-. Ya verá que alegría se va a llevar la clienta. Lleva más de treinta años planchando con la misma plancha. ¿Qué le debo?
El Grillo se pellizcó la barbilla de nuevo y puso cara de estar haciendo sus cavilaciones.
-Deme tres euros -dijo de pronto. Sacó una hoja de periódico, que parecía ser el envoltorio oficial de la ferretería, envolvió la pieza y la metió en una bolsa.
-Muchísimas gracias -dijo el hombre después de dejar los tres euros en el mostrador.
-No hay de qué, caballero.
Seguía yo rebuscando entre las cajas cada vez más convencido de que allí no iba a encontrar nada cuando volví a escuchar un sonido que ya me iba resultando familiar. No me hizo falta volver la vista. Sabía que el anciano del cerrojo volvía a entrar en la ferretería con su andar monótono y cansino. Al llegar a mi lado, volvió a mirarme de reojo con esa mirada pícara suya. Le colgaba una gota de sudor de la punta de la nariz. Todo el mundo dejó de rebuscar entre el género que el Grillo tenía desperdigado por todos los rincones de la tienda. Se notaba que esperaban con ansiedad saber qué es lo que iba a decir el viejo ahora.
El Grillo dejó por unos momentos de atender a una señora que estaba buscando un filtro para una cafetera y se aproximó al anciano.
-¿Quiere usted alguna otra cosa, abuelo?
El viejo apartó la vista de mí y escudriñó en profundidad al Grillo, al que se le notaba que el anciano le estaba poniendo en una posición incómoda. Lejos de hablar, el abuelo prolongó aquel interminable momento de silencio que estaba descolocando totalmente al Grillo. Volvió a mirarme y después giró su cabeza aguileña hacia mi amigo. Por fin se decidió a hablar ante las expectantes miradas de la clientela.
-Que digo yo, que ya no quiero el cerrojo. ¿Usted podría devolverme el dinero?
El Grillo me miró y después miró a la clientela. Se ruborizó ante las risas ahogadas de todos ellos. Mi amigo caviló unos segundos antes de dar una contestación, siempre lo hacía.
-Claro que sí, abuelo, no hay problema.
Después de abrir el cajón en el que guardaba el dinero el Grillo le dio sus dieciséis euros al anciano. Éste me miró sonriendo.
-Je, je -escuché mientras veía relucir sus ojillos azules.
A continuación, se dio media vuelta y salió de la tienda entre el murmullo general. El Grillo me miró meneando imperceptiblemente la cabeza arriba y abajo.
-Las cosas de Cádiz, Manuel -me dijo-, las cosas de Cádiz. Bueno, y tú ¿has encontrado algo?
-No, pero no importa, ya vuelvo otro día.
-Como gustes, Manuel. Saluda de mi parte a María.
-Sí, de tu parte. Hasta luego.
Salí de la tienda dándole vueltas a la historia del viejo y sonriendo para mis adentros. Como había dicho el Grillo estas cosas eran las típicas que ocurrían en Cádiz. Me marché sin los espiches y sin los tacos, pero había echado el rato, como siempre. Ahora sólo pensaba en echar un vino en una de las tabernas de Cádiz, que haberlas haylas, preciosas, con solera y repletas de anécdotas. Entré en una en la que un hombre decía al camarero que él había visto una vez meter un gol de penalti de cabeza. Pero esa..., esa es otra historia.