Desde que trabajaba en el puerto de Algeciras, Manuel Cárdenas había tenido la oportunidad de cambiar de parecer. Ahora era un enamorado de la zona de la que, en un principio, no tenía una buena opinión, confirmándose una vez más que las opiniones prematuras y sin elementos de juicio suelen ser erróneas. No conocía la ciudad cuando le ofrecieron hacerse cargo de la gestión portuaria, y sólo aceptó porque sabía que Lucía siempre había querido residir en el Campo de Gibraltar. Y también porque habían movido los hilos para que a ella la trasladaran. De la Complutense a la sede de la UNED en Algeciras, en donde podría seguir enseñando Historia en un enclave paisajístico privilegiado, donde antaño moraron griegos, cartagineses, romanos, visigodos, árabes...
Vivían en la Sierra de la Luna, en una casita situada en la falda del pico del Algarrobo, muy cerca del Peñón del Fraile, donde nace el río de la Miel. A los dos les encantaba contemplar la bahía de Algeciras, con el Peñón de Gibraltar a la izquierda, África enfrente y el comienzo del Estrecho a la derecha. Ahora en vez de respirar humo, aspiraban la fragancia de los bosques de helechos, quejigos, rododendros y alcornoques.
Como cada tarde se la podía ver sentada en la roca, en lo alto del acantilado, mirando el horizonte mientras escuchaba cómo rompían las olas unos metros más abajo. Era la hora en que el sol va perdiendo su brillo, ganando tamaño y perdiendo altitud. Le gustaba sentir con su cuerpo, muy concentrada, cómo iba transformándose el paisaje. El cielo cambiaba del azul al negro pasando por toda una gama de texturas que Lucía observaba en un silencio religioso. El espectáculo terminaba cuando el sol se escondía por la cresta de la montaña. A estas alturas escuchaba una vibración que nadie más notaba y que finalizaba cuando por fin oscurecía. Entonces expresaba su gratitud al infinito, se levantaba y caminaba por la carretera del faro hacia el coche, para regresar a casa. Así transcurrían las tardes de aquel verano que acababa de comenzar, ausente de problemas, en calma. Desde que vivía en el sur había coleccionado sin premeditación lo que en un principio denominó momentos mágicos. Al poco tiempo cambió de opinión al respecto, ya que todo lo que hacía al cabo del día le parecía igualmente especial. Había cambiado la gran ciudad por una casita de campo en la costa y desde entonces, su vida se había transformado de forma tangible. Al fin había dado el paso. Llevaba años soñando con ello, los mismos durante los cuales estuvo sintiéndose prisionera en una prisión sin barrotes, pero deprimente, agobiante. La vida le había hecho un regalo y todos los días agradecía el gesto emocionada, sola y en compañía de Manuel, su amado.
Condujo tranquila hasta la casa y cuando entró vio una nota que estaba sujeta con un imán en la puerta del frigorífico. La cogió con delicadeza y se sentó plácidamente en el porche a leerla. Mientras lo hacía escuchaba los sonidos de la noche de la Sierra de la Luna que de vez en cuando obsequiaba a sus habitantes con inquietantes silencios que no había experimentado en ningún otro sitio. Eran silencios misteriosos y extraños, todo cesaba y estaba ocurriendo en ese mismo momento.
Vivían en la Sierra de la Luna, en una casita situada en la falda del pico del Algarrobo, muy cerca del Peñón del Fraile, donde nace el río de la Miel. A los dos les encantaba contemplar la bahía de Algeciras, con el Peñón de Gibraltar a la izquierda, África enfrente y el comienzo del Estrecho a la derecha. Ahora en vez de respirar humo, aspiraban la fragancia de los bosques de helechos, quejigos, rododendros y alcornoques.
Como cada tarde se la podía ver sentada en la roca, en lo alto del acantilado, mirando el horizonte mientras escuchaba cómo rompían las olas unos metros más abajo. Era la hora en que el sol va perdiendo su brillo, ganando tamaño y perdiendo altitud. Le gustaba sentir con su cuerpo, muy concentrada, cómo iba transformándose el paisaje. El cielo cambiaba del azul al negro pasando por toda una gama de texturas que Lucía observaba en un silencio religioso. El espectáculo terminaba cuando el sol se escondía por la cresta de la montaña. A estas alturas escuchaba una vibración que nadie más notaba y que finalizaba cuando por fin oscurecía. Entonces expresaba su gratitud al infinito, se levantaba y caminaba por la carretera del faro hacia el coche, para regresar a casa. Así transcurrían las tardes de aquel verano que acababa de comenzar, ausente de problemas, en calma. Desde que vivía en el sur había coleccionado sin premeditación lo que en un principio denominó momentos mágicos. Al poco tiempo cambió de opinión al respecto, ya que todo lo que hacía al cabo del día le parecía igualmente especial. Había cambiado la gran ciudad por una casita de campo en la costa y desde entonces, su vida se había transformado de forma tangible. Al fin había dado el paso. Llevaba años soñando con ello, los mismos durante los cuales estuvo sintiéndose prisionera en una prisión sin barrotes, pero deprimente, agobiante. La vida le había hecho un regalo y todos los días agradecía el gesto emocionada, sola y en compañía de Manuel, su amado.
Condujo tranquila hasta la casa y cuando entró vio una nota que estaba sujeta con un imán en la puerta del frigorífico. La cogió con delicadeza y se sentó plácidamente en el porche a leerla. Mientras lo hacía escuchaba los sonidos de la noche de la Sierra de la Luna que de vez en cuando obsequiaba a sus habitantes con inquietantes silencios que no había experimentado en ningún otro sitio. Eran silencios misteriosos y extraños, todo cesaba y estaba ocurriendo en ese mismo momento.
"Buenos noches niña. ¿Qué tal estás? Espero que bien cariño mío. ¿No sabes tú que eres el amor de mi vida? Como me decías el otro día, llevamos media vida juntos. Y el tiempo que me resta de vivir, espero que estés siempre junto a mí, alegrándome la vista y el alma. Porque eres mi angelito y te amo. Y te echo mucho de menos todos los días. Un beso. Te veo luego."
Las notas de Manuel eran un ritual. Él no dejaba pasar ni un día sin ejecutarlo y ella las leía emocionada. Ahora, sentada en el umbral de la casa, esperaba que los faros del coche iluminaran la noche anunciando el regreso de él. Mientras lo hacía pensaba que les quedaba poco tiempo para estar juntos, ya que al día siguiente ella partía para Madrid. Desde allí cogería un vuelo que la llevaría a Etiopía en donde pensaba continuar con la investigación que había emprendido para su departamento. Esperaba que la misma se plasmara en un libro, no era el primero que escribía. Y pensaba en qué aventuras la esperarían allí. La investigación estaba relacionada con un hipotético viaje que habrían realizado los caballeros templarios a tierras etíopes en los tiempos de las cruzadas en busca del arca de la alianza. Y los temas relacionados con su especialidad, Historia Medieval, la apasionaban.
Un resplandor lejano la sacó de su ensueño. Manuel volvía a casa. Al cabo de unos minutos se besaban y sentados en el salón se contaban cómo habían pasado el día. Tomaron una cena ligera a base de ensalada y fumaron un último cigarrillo en el patio trasero de la casa, sin luz, íntimamente como a ellos les gustaba y escucharon los mensajes de la noche. Habían aprendido a hacerlo desde que vivían allí y les encantaba repetir cada noche la misma escena mientras contemplaban el nítido mapa estelar del cielo. Sólo cuando el sueño hizo acto de presencia se levantaron y cogidos de la mano caminaron a la habitación, se besaron y se quedaron profundamente dormidos.
"Buenos días angelito mío. Espero que hayas pasado una buena noche y que hayas tenido dulces sueños. Yo he dormido muy bien, muy relajado después de lo de anoche. Estabas muy bonita mirando las estrellas. Y cenando y conversando, es que siempre estás preciosa, no sé como lo haces. Te echo de menos, y más que te voy a echar estos días en los que vas a estar tan lejos. Pero estoy contento ya que sé que estás a mi lado. Ah, gracias por casarte conmigo, y por quererme. Te amo angelito. Luego te veo. Un beso."
Después de escribir la nota para Lucía, Manuel Cárdenas apagó su cigarrillo, retiró la taza de café que acababa de tomar y se dispuso a salir de casa para contemplar el espectáculo. Era temprano, ella todavía dormía y mientras abría la puerta pensó que tenía una hermosa mañana por delante para disfrutar de su amada. Llevaban veinte años juntos y seguían enamorados. Le gustaba dejarle notas siempre que podía. Ahora la imaginaba bajando por la escalera cuando se levantara de la cama, leyendo el mensaje mientras hacía café. La veía aún medio dormida inhalando el típico aroma que producía la cafetera y llenándose de energía, sentada en el sofá, releyendo la nota y echándole de menos. Manuel saludó al nuevo día y se dirigió a su peña favorita desde donde podía contemplar el mar. Pasaba allí sentado muchos momentos, quieto, divisando el horizonte y podían transcurrir horas antes de que se levantase y tuviera la percepción de que sólo habían pasado unos minutos. Extrajo un libro de su pequeña mochila que siempre llevaba acompañándole en sus paseos y se dispuso a leer un rato. Al cabo de dos horas divisó a Lucía que asomaba la cabeza tras la puerta y le obsequiaba con una sonrisa que era lo más parecido que había visto a un amanecer. Era preciosa y él tenía el privilegio de disfrutarla todos los días. Dio gracias al cielo y recorrió a paso ligero los cien metros que le separaban de la casa, abrazó a su angelito y le dio los buenos días con un beso que le supo a néctar del cielo. Se miraron embobados, como si no se hubieran visto nunca, y sonrieron. Tomaron café y después revisaron juntos la maleta de Lucía, cuidando de que no faltara nada para el largo viaje que se avecinaba. Aunque era pronto, decidieron pasar las últimas horas en la playa. Ya en el coche, mientras avanzaban por la nacional trescientos cuarenta, contemplaban el Estrecho que ese día les mostraba una de sus muchas facetas. El día era soleado pero había nubes en el cielo. No se veía el agua del mar, ya que una espesa neblina cubría la superficie y de vez en cuando alcanzaban a divisar la parte superior de algún barco que hacía la transición entre el Atlántico y el Mediterráneo o viceversa. Lucía lloraba emocionada ya que todavía no podía creer que había alcanzado su sueño de estar ahí y más de una vez temía despertar. Al llegar aparcaron el coche y saludaron a su manera a uno de sus rincones favoritos. Enseguida notaron que el saludo les era devuelto en forma de energía que a modo de abrazo les envolvió. Se cogieron de la mano y decidieron aprovechar el espléndido día para caminar tranquilamente por la playa. La temperatura les permitió descalzarse y sentir las suaves caricias de la arena en las plantas de los pies. Caminaban despacio, sin prisa. El mar estaba tranquilo y el suave viento cambiaba de levante a poniente. La playa estaba vacía y avanzaban disfrutando el uno del otro dejando atrás rocas, garitas en ruinas de la guerra... Al cabo de una hora se sentaron en una peña y contemplaron el horizonte.
-Ya queda menos para que te marches Angelito -comentó Manuel apesadumbrado.-Calla, no me lo recuerdes amor -contestó ella con tristeza- . Pero tengo que hacerlo, tú bien lo sabes. Cuando se hace un trabajo de investigación llega un momento en que hay que viajar a los lugares de los cuales estás escribiendo. -Ya lo sé Angelito, lo que pasa es que no me gusta separarme de ti. Además no es lo mismo ir a Francia o a Inglaterra que a Etiopía. Tengo miedo, no sé exactamente a qué peligros vas a enfrentarte en ese país africano.-No te preocupes vida. Recuerda que no voy a hacer el trabajo sola. Como ya sabes no puedo entrar en el monasterio por mi condición de mujer, así que voy acompañada. Juan Luis, del departamento de Historia de la UNED de Madrid va conmigo. Además en todo momento nos acompaña personal de seguridad de la embajada. Ni los etíopes ni los españoles van a permitir que nos ocurra nada.-Eso espero porque si no se las verán conmigo.-No te preocupes más. Además estoy muy contenta de que me hayan elegido a mí, es una gran oportunidad. Y sabes que el tema me apasiona, hay bastantes posibilidades de que los templarios viajaran allí. Se han rescatado documentos y hay cruces del Temple en algunas de las iglesias y en el monasterio.-No podían haber elegido mejor, eres un "coquito" y bien que lo saben. Nadie haría mejor el trabajo.-Gracias cielo pero tú sabes tan bien como yo que hay muchas personas que podrían hacer el trabajo.-Sí, pero no saben tanto sobre la orden y las cruzadas como tú. En fin, tendré que sacrificarme y pasar estos días sin disfrutar de tu presencia.-Eres un cielo...
Aún con la palabra en la boca Lucía recibió un dulce beso de su esposo. Después decidieron que ya era hora de dar media vuelta y encaminar sus pasos al bar de Mateo para comer. Mientras volvían, Lucía, que por unos momentos se quedó un poco rezagada, contemplaba a Manuel y se preguntaba qué habría hecho de no haberle encontrado. Le quería con toda su alma y pidió con todas sus fuerzas que les quedasen muchos momentos como ese para compartir. Ya en el bar comieron unos platos de atún a la plancha con patatas fritas y una ensalada. Les encantaba, sobre todo a él que era buen comedor y a menudo acababa su comida y continuaba con la de ella. A Lucía le gustaba verlo comer porque se notaba que disfrutaba al hacerlo. Pidieron dos cafés y encendieron un pitillo dedicándose a contemplar las montañas que todavía conservaban el verde característico de la primavera; ese año había llovido mucho. Pagaron la cuenta y llegó el momento de elegir entre perder el tren o seguir disfrutando del momento.
Ya en la estación de Algeciras un hombre permanecía quieto en el andén con los ojos vidriosos. En el vagón del tren una mujer extraía una hoja de un sobre que encontró al abrir su libro de lectura.
En la soledad de su alma
un hombre llora en callada
y observa con tensa calma
la partida de su amada.
La angustia que manifiesta
por ese tren que se aleja,
es un dolor que molesta,
silencio de rabia queja.
Sólo tiene la esperanza
de que el tiempo pase en nada
y que sin grande tardanza
le devuelvan a su amada.
Ahora eran los ojos de una mujer en el interior de un vagón de tren los que se tornaron vidriosos. Y pensó para sí que Manuel era un cielo.